De cómo el sacerdote ayuda al creyente a recobrar su salud espiritual
Sacar a la luz dicho padecimiento y convencer al enfermo de que tiene que arrepentirse implica un esfuerzo muy grande; se necesita también tener mucha destreza, mucho amor y un especial cuidado por parte del padre espiritual.
Algo semejante ocurre también en las confesiones de hoy. Llegan personas que, por una u otra razón, buscan llevar una vida en el seno de la Iglesia, ya sea para comenzarla o para mantenerla. Sin embargo, no se consideran a sí mismas gravemente enfermas. A menudo, quienes acuden al sacerdote enfrentan algún tipo de sufrimiento, pero no siempre es así. En ocasiones, alguien desea confesarse, comulgar, vivir una vida en la Iglesia, pero es rotundamente incapaz de arrepentirse de verdad. Esto ocurre cuando el hombre no comprende que es un pecador, cuando no percibe sus pecados.
Una persona así se limita a confesarse solo formalmente. Y, en este caso, al sacerdote le resulta muy fácil decir:
—Veo que no tienes pecados tan graves. No has pecado muy “seriamente” que digamos… Te perdono y te absuelvo. ¡Ve y comulga! ¡Gracias a Dios, no has matado a nadie, tampoco eres un ladrón!
Si nos ponemos a pensar en cuán ocupados se mantienen los sacerdotes, lo anterior resulta sencillo de entender. Sin embargo, suele ocurrir que la persona se encuentra en un verdadero peligro. ¿Por qué? Porque padece de un mal muy antiguo, de la enfermedad de la petrificación del alma, la enfermedad mortal de la insensibilidad ante el pecado, que puede llevar a la persona a la muerte antes de que esta sea consciente de ello, y que puede estarle impidiendo tomar el camino correcto. Sacar a la luz dicho padecimiento y convencer al enfermo de que tiene que arrepentirse implica un esfuerzo muy grande; se necesita tener también mucha destreza, mucho amor y un especial cuidado por parte del padre espiritual.
(Traducido de: Protoiereul Vladimir Vorobiev, Duhovnicul și ucenicul, Editura Sophia, București, 2009, pp. 17-18)