Palabras de espiritualidad

De cómo un “perdedor” se convirtió en un modelo a imitar por toda la humanidad

  • Foto: Magda Buftea

    Foto: Magda Buftea

Si aún no nos hemos hecho amigos con Dios, si todavía no nos hemos dejado conquistar por Su amor incondicional… nunca es tarde para hacerlo. No importa de qué guerra volvamos, física o espiritual, que Él está aquí y nos espera.

Hablemos de un joven que, a pesar de ser tomado como prisionero de guerra —maltratado y discriminado por motivos de nacionalidad y religión, perseguido y después tentado a renunciar a su fe, bajo toda clase de promesas—, encuentra las fuerzas necesarias para asumir ese camino que para muchos significa “desperdiciar la vida”.

Torturado y encadenado, lejos del país que le vio nacer y de aquellos a quienes ama, convertido en el blanco de toda clase de burlas y ofensas, el joven entiende que, físicamente, ya tiene ningún poder sobre sí mismo, pero su alma y su mente siguen siendo libres. Más libres que nunca.

Tentado y sometido a toda clase de tormentos para que renuncie a su fe, él responde que prefiere morir a caer en un pecado tan terrible. Y le dice a quien se ha arrogado el derecho de vida y muerte sobre él: “Si me dejas libre con mi fe, obedeceré sin reparos cada una de tus órdenes. Pero, si pretendes obligarme a renunciar a mi fe, prefiero entregarte mi cabeza antes que mi fe. ¡Nací cristiano y moriré cristiano!”.

Milagrosamente, es dejado con vida y termina durmiendo en un establo, entre los animales. Vivir rodeado de una permanente fetidez, recibiendo coces de aquí y allá, alimentándote con lo poco que te dan solo para que no mueras, trabajando todo el día hasta caer exhausto… ¿es posible que alguien sueñe con llevar una vida así?

Esta podría parecer la historia de algún sobreviviente de la persecución que sufren los cristianos en la actualidad. Pero es que hoy en día la crueldad no suele fallar o ceder. No deja ninguna ventana entreabierta, por la cual podrían huir con vida sus prisioneros, con su fe y su vida intactas.

Es la historia verdadera de San Juan el Ruso, quien vivió a finales del siglo XVII. Un joven como cualquier otro, hasta un determinado momento. Hecho prisionero, negoció por su vida, pero rehusó negociar también su fe. Porque sabía que, una vez perdido el cimiento del alma, su cuerpo y su vida se habrían derruido como una casa abandonada, indiferentemente del confort y los placeres que podría haber recibido a cambio de traicionar a Cristo.

¿Qué fue lo que mantuvo con vida y con la mente entera a este joven? ¿Qué fue lo que lo mantuvo sano y fuerte, a tal grado que empezó a repartir su mísera ración de comida diaria entre quienes eran más pobres que él? ¿Qué lo ayudó a conservar su dignidad de cristiano practicante y de corazón lúcido, orando y conversando con Dios —¡no lo olvidemos!— desde un sucio establo? ¿Qué le enseñó a conquistar y ablandar los corazones de sus opresores, de una forma tal que, en un momento dado, estos empezaron a apreciarlo y hasta le suplicaron que dejara el establo y se mudara a la casa principal, porque los milagros que San Juan obraba con sus plegarias asombraban a toda la comunidad musulmana donde vivía?

Ese algo que nos puede ayudar y enseñar, que nos puede mantener íntegros también a nosotros, en estos tiempos convulsos, de lucha mental y espritual, es el vinculo de amistad y amor con Dios. Cuando nos privan de todo, cuando nos arrebatan los seres a los que amamos, cuando viene sobre nosotros el escenario de vida más tenebroso que podríamos imaginarnos, si nos aferramos a la fe, si no nos apartamos de Cristo, Quien todo el tiempo nos tiene cogidos de la mano, todo estará bien   Puede que no sea eso “perfecto” que nos imaginábamos antes, guiados por nuestra fantasía. Puede que no sea el “éxito” cuya receta se nos lanza en todos los canales de televisión. Es posible que muchos, llenos de satisfacción, nos claven en el pecho la insigna de “perderores” de alguna corporación, pero nada de eso tiene ya poder sobre nosotros. ¿Por qué? Porque, aunque físicamente podemos ser golpeados, humillados, atados y privados de libertad, si no soltamos la mano de Dios, todo estará bien en nuestra vida.

Tenemos —todavía— la libertad de asistir a la iglesia. No nos vemos en la necesidad de escabullirnos de noche, como San Juan el Ruso, para poder participar en algún oficio litúrgico.

Todavia tenemos el gozo de confesarnos y comulgar en la Divina Liturgia y a la luz del sol (la última comunión que recibió San Juan el Ruso venía oculta en una manzana hueca por dentro, enviada por su padre espiritual, quien tuvo que atravesar una zona donde bien podría haber sido linchado por la fe que profesaba).

Si aún no nos hemos hecho amigos con Dios, si todavía no nos hemos dejado conquistar por Su amor incondicional… nunca es tarde para hacerlo. No importa de qué guerra volvamos, física o espiritual, que Él está aquí y nos espera.

Si San Juan el Ruso, como tantos santos, mártires, confesores, conocidos y desconocidos, eligió ser torturado, humillado y asesinado, renunciando a un “futuro” confortable e incluso brillante, antes que arrojar a la basura su fe, ¡qué dulce y maravilloso debe ser Dios! Por amor a Él, todos ellos eligieron soportar cualquier sufrimiento, solamente para no perderlo, para no soltarse de Su mano y no dejarlo salir del aposento de su corazón.

No olvidemos que, en un sinnúmero de ocasiones, la única Biblia que muchos tendrán la oportunidad de leer será nuestra propia vida de cristianos que asumen su fe, practicándola en cada aspecto de la cotidianeidad. El único Cristo que muchos conocerán será solamente Aquel que les hablará por medio de nuestra boca o los ayudará con nuestras manos. El único Padre Celestial que sentirán a su lado, protegiéndolos, podría ser el que perciban en nuestro comportamiento natural, generoso y desinteresado.

También nosotros, a semejanza de quienes oprimían a San Juan el Ruso, podríamos sentir cómo nuestro corazón se deja conquistar, poco a poco, por el deseo de dejar de mantener a Dios en un rincón de nuestra vida, sino invitarlo a entrar en nuestra casa, en nuestro corazón. Y entonces entenderemos que hay muchas cosas que se pueden negociar, menos la alegría de ser de Cristo y permanecer en Él, sin importar el precio a pagar.

¡Da todo por Cristo, pero por nada des a Cristo!