Palabras de espiritualidad

¿De dónde proviene el debilitamiento de la fe y cómo sanarlo?

  • Foto: Stefan Cojocariu

    Foto: Stefan Cojocariu

El debilitamiento y la disminución de la fe provienen, por una parte, de la mente que no conoce las verdades divinas, y por otra, de la voluntad que las ama poco. Así, para sanarnos es necesario purificar nuestra mente y fortalecer nuestra voluntad.

¿Hay algún remedio para este mal tan terrible, el de la debilidad de la fe? Claro que sí. Sólo que, quien se halle en tan miserable estado, debe saber utilizarlo con mucho cuidado y atención.

En primer lugar, que pida constantemente el don de la fe, rogándole a Dios que, junto al don de la fe otorgado con el Bautismo, le dé también el don del conocimiento con el que aprendemos a entender los misterios de la fe. “Auméntanos la fe” (Lucas 17, 5). Hay que observar el ejemplo del profeta David, quien, aunque muchas veces fue iluminado por Dios, en sus salmos insiste en pedirle Su luz, diciendo: “Alumbra mis ojos” (Salmos 12, 4).  “Tú eres mi lámpara, mi Dios que alumbra mis tinieblas” (Salmos 17, 31) y “¡Envíame Tu luz!” (Salmos 42, 3).

Imagínate que te pareces al ciego de Jericó, quien, a pesar de ser muy pobre y necesitar muchísimas cosas, lo único que le pidió a Jesús fue poder ver: “¿Qué quieres que te haga? ¡Quiero ver, Señor!” (Lucas 18, 41); es decir, “¡Ayúdame, Señor mío, a dejar de estar ciego!”. Pídele tú también ese mismo don al Señor, pero hazlo con fervor, para que te ilumine y así puedas conocer las verdades que la fe nos revela, y ese don traerá consigo todos los demás. Si elevas esa oración con la humildad con la que reconoces que no eres digno de que Dios te escuche, y con la paciencia y la esperanza con que te dedicas siempre a Él, confía en que Dios te atenderá, porque fue por esta razón que Él descendió de los Cielos, para librarnos de la oscuridad: “Él nos libró del poder de las tinieblas” (Colosenses 1, 13).

El debilitamiento y la disminución de la fe provienen, por una parte, de la mente que no conoce las verdades divinas, y por otra, de la voluntad que las ama poco. Así, para sanarnos es necesario purificar nuestra mente y fortalecer nuestra voluntad. Por eso, los cristianos deben dedicarse con devoción a meditar en las cosas espirituales, porque estas traen todo bien: “Medita en los preceptos del Señor, aplícate sin cesar a sus mandamientos. El mismo afirmará tu corazón” (Eclesiástico 6, 37). Y si ni esto puedes hacer, utiliza el más común y próximo recurso, la lectura, leyendo con atención y celo los libros que nos hacen bien en el alma y que nos explican los misterios de la santa fe. Insisto, lee con atención y fervor, porque si cuando te tragas un grano de mostaza no sientes nada —como si hubieras engullido una simple migaja—, pero si lo masticas, sientes tan fuertemente su sabor, que hasta podrías escapar algunas lágrimas, lo mismo ocurre con la lectura, si es practicada con atención y esmero. ¡En verdad, es aterrador lo poco que saben los cristianos sobre nuestro Señor Jesucristo! ¡Qué poco saben de Su grandeza, de Su poder, de la recompensa de la que se hizo digno como hombre! ¡Qué decir sobre Sus obras más allá de lo humano y de la riqueza de redención que trajo para toda la humanidad, con Su pasión y muerte! La obra redentora de Cristo es la fuente de toda nuestra felicidad y gracia, porque por medio de ella nos libramos de incontables males y obtenemos inefables bondades.

(Traducido de: Sfântul Nicodim Aghioritul, Deprinderi duhovnicești, Editura Episcopiei Ortodoxe Alba Iulia, 1995, pp. 353-354)