De la lección de humildad que un santo desconocido le dio a un anciano asceta
Un día, decidió hacerse una huerta frente a su celda, persiguiendo un doble propósito con esto: el esfuerzo del trabajo físico y, además, procurarse algún alimento en tan solitario paraje…
En la zona que está entre la Gran Laura y Kafsokalivia, hace mucho tiempo, vivía un anciano monje llamado Panaretos. Un día, decidió hacerse una huerta frente a su celda, persiguiendo un doble propósito con esto: el esfuerzo del trabajo físico y, además, procurarse algún alimento en tan solitario paraje. Así, se puso manos a la obra. Después de varias jornadas de arduo trabajo, un día, mientras removía la tierra pedregosa, sintió que había golpeado un objeto sólido con la pala. Después de cavar un poco, vio que se trataba de una piedra grande y nítida, la cual levantó con mucho esfuerzo. Lo que había debajo de aquella piedra era una tumba, en la cual yacían unos restos humanos ataviados con vestiduras sacerdotales y con un aspecto tan agradable, que parecía que el difunto había sido enterrado recientemente. Pero lo que más le llamó la atención al monje fue que aquel cuerpo emanaba una dulce fragancia.
El padre Panaretos había vivido como ermitaño en aquel lugar durante más de 50 años, y jamás había oído de la vida o muerte de algún otro asceta en el mismo sitio. Al sobreponerse a la emoción inicial que experimentó al descubrir los restos del sacerdote, se echó a llorar, orando: “¡Oh, santo de Dios, revélame quién eres y cuántos años viviste en este lugar! ¡Te agradezco que me hayas mostrado tu santa morada, a mí, que soy un indigno!”.
Siendo un anciano muy devoto, el padre Panaretos veló durante toda la noche, orando y meditando, hasta que decidió que lo mejor era ir a la Gran Laura y contar lo sucedido. Al amanecer, un sueño profundo lo envolvió y soñó al santo desconocido, el cual le habló con severidad.
—¿Qué haces aquí, abbá?
—¡Oh, santo de Dios! He decidido ir al Monasterio de la Gran Laura y anunciar ahí el hallazgo de tus reliquias, para que vengan a por ti. En este lugar estás abandonado y olvidado...
—¿Cómo pretendes llevarte mi cuerpo de aquí, si tú y yo no hemos sido compañeros de trabajos y sacrificios? Como asceta, este lugar fue mi morada durante más de 50 años. Entonces, te pido que me dejes en el sepulcro. Coloca nuevamente la lápida donde estaba y no le cuentes nada de esto a nadie mientras vivas.
El anciano Panaretos se despertó, puso la piedra sobre el sepulcro y después la cubrió con tierra. Y solo entonces volvió a sentirse en paz. Y toda su vida siguió orando a aquel santo desconocido. Varios años más tarde, poco antes de morir, habiéndose mudado a la zona de Kafsokalivia, les relató a otros monjes aquel sublime suceso, sin revelar el lugar u otros detalles.
(Traducido de: Arhimandritul Ioannikios, Patericul atonit, traducere de Anca Dobrin și Maria Ciobanu, Editura Bunavestire, Bacău, 2000, pp. 36-37)