De la obediencia a Dios y a nuestro padre espiritual
¿Cuál es el espíritu en el que vivo? Si busco satisfacer mi propia voluntad, si me justifico en mis debilidades y defectos, si quiero una satisfacción inmediata o alimento mi justificación con las opiniones de los demás, es que no estoy en el Espíritu de Dios.
El propósito de la vida cristiana es la unión perfecta con Dios. Para esto, se necesita hacer la voluntad de Dios. Esto lo aprendemos justamente del Señor, Quien le dice al Padre en el jardín de Getsemaní: “Pero no se haga Mi voluntad, sino la Tuya” (Mateo 26, 39). Yo, como hombre, ¿de dónde puedo conocer la voluntad de Dios? Son raros los casos, verdaderamente excepcionales a lo largo de la historia, en los que el hombre conoce la voluntad de Dios sin una guía constante, sin un consejero. Por ejemplo, pensemos en Santa María de Egipto, con su inmediata, radical y total renuncia a sí misma. Todos necesitamos un padre espiritual (¡no un simple confesor!). Por medio de mi mentor espiritual, la voluntad de Dios me es revelada. A él es, pues, a quien debo hacerme obediente.
Hay dos términos aquí. El primero es un verbo, hacerte, no que te hagan. Porque la acción de dejarse orientar no es pasiva. No eres un simple ejecutante de una orden que “no se discute, se ejecuta”. Eres un hombre que ha elegido —y siempre elige—, libremente, renunciar a su voluntad y realizar lo que, por medio del padre espiritual, Dios le dice que le será de provecho. El segundo término es un adjetivo, obediente. Y este nos remite a la acción de obedecer. ¿Qué obedezco? Lo que Dios me dice, lo que he asumido como beneficioso para mi salvación. Pero, para poder obedecer, primero debo callar. Debo hacer que haya paz en mi interior. Pero esto es algo terriblemente difícil para el hombre contemporáneo, quien se alimenta precisamente del ruido interior. De igual manera, siempre elige dialogar con sus propios pensamientos. Y no puede estar tranquilo un solo momento, porque todo el tiempo necesita “informarse”. Esto explica su agitación y su constante necesidad de consultar el teléfono, o escuchar radio, o poner un fondo musical, etc. Incluso cuando lee la Santa Escritura o los textos santos, lo hace para “alimentarse”, creyendo que, mientras más sepa, más cerca estará de Dios. Asimismo, cuando practica las virtudes —cuando ayuna, cuando participa en los oficios litúrgicos y practica la caridad—, lo hace para satisfacerse a sí mismo. En todo esto, la tentación de cultivar su ego se mantiene latente, la tentación de buscarse a sí mismo, pero no a Dios.
En su obra “El camino a la salvación”, San Teófano el Recluso pone el dedo en la llaga de muchos cristianos de hoy: «Cuestionándose a sí mismo si lo que hacía era favorable para su salvación, San Antonio el Grande clamó: “¡Señor, enséñame el camino!”. Y solamente después de haber recibido el consuelo esperado, su espíritu se tranquilizó. El hombre que empieza su andadura en la vida espiritual se asemeja completamente a uno que parte de viaje y que, desconociendo el camino, necesita que alguien se lo enseñe. Es una muestra de autosuficiencia y soberbia pensar: “Esto lo puedo hacer por mi propia cuenta”. Ni tu rango, ni tus conocimientos, ni nada puede ayudarte». Entonces, ¿cómo sabemos si estamos o no en el camino que lleva a Dios? En primer lugar, ¿necesitamos un guía espiritual al cual podamos hacernos obedientes o es mejor confesarnos una vez al año, aunque nos guste hacernos llamar “cristianos practicantes”? Además, ¿cuál es el espíritu en el que vivo? Si busco satisfacer mi propia voluntad, si me justifico en mis debilidades y defectos, si quiero una satisfacción inmediata o alimento mi justificación con las opiniones de los demás, es que no estoy en el Espíritu de Dios.
El comienzo de la civilización, históricamente hablando, tiene lugar después de la muerte de Abel a manos de Caín: “Caín se alejó de la presencia de Dios y fue a vivir a la región de Nod, al este de Edén.” (Génesis 4, 16). “Se alejó de la presencia de Dios”, es decir que rompió todo vínculo con Él y se fue a vivir de forma “autónoma”. Hasta ese momento, Caín podía hablar directamente con Dios (Génesis 4, 6-15). Despúes del diluvio, los hombres tomaron una decisión que habría de hacer más profundo ese distanciamiento, diciéndose: “Edifiquemos una ciudad, y también una torre cuya cúspide llegue hasta el cielo, para perpetuar nuestro nombre y no dispersarnos por toda la tierra"” (Génesis 11, 4). Pero Dios no se los permitió, sino que “confundió sus lenguas, para que ya no se entendieran unos a otros”, de tal modo que “dejaron de construir la ciudad y la torre” (Génesis 11, 1-9). Esta ciudad “inconclusa” del orgullo humano se llama Babilonia Y está situada, simbólicamente, al comienzo y al final de la civilización, siendo llamada, en el último libro del Nuevo Testamento, “Babilonia la grande, madre de las perversiones y las abominaciones del mundo” (Apocalipsis 17, 5).
Nosotros nos encontramos en este intervalo histórico y existencial en el cual (todavía) podemos elegir entre una civilización/cultura antropocéntrica, y “la cultura del Espíritu” (padre Rafael Noica). Todo aquel que pretende ser autónomo/independiente, vive de una forma alejada del cristianismo, haciendo siempre su propia voluntad, basándose en sus propios (¿es posible?) pensamientos, respondiendo a toda clase de principios y valores que no tienen nada que ver con el Espíritu de Dios. Incluso las Santas Escrituras u otros libros santos o cánones son interpretados por él de una forma totalmente racionalista, pero no en el Espíritu, y rehúsa “transpirar” en tanto no obtenga una validación espiritual interior, sino que todo el tiempo busca los aplausos del público. Le cuesta hacerse humilde, difícilmente tolera una ofensa, es duro para perdonar, se mantiene indagando en el pasado y “dibuja” el futuro según sus propios fantasmas.
Si hay alguno que piense que no se ajusta a esta última categoría y que sinceramente desee trabajar espiritualmente, que no juzgue a los demás, sino que ore en silencio por ellos. Pero no “solamente con la punta de la lengua”, sino sin ponerse límites, con compunción, hasta el final, es decir, hasta que el infierno de los otros se haga también el suyo, hasta que pueda decir, como el Santo Apóstol Pablo: “Sento una gran tristeza y un dolor incesante en el corazón. Pues desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo, por mis hermanos” (Romanos 9, 2-3).