De la soledad a la sed de salvación
La soledad no solamente significa falta de compañía, sino el sentimiento de haber sido abandonado en vida por todos y todas. Estar solo significa ver en el que está a tu lado un mundo aparte, cerrado en sí mismo. Estar solo en vida, ¡qué sinsentido tan terrible!
Entre la soledad del paralítico a la orilla de estanque de Bethesda y la sed de la mujer samaritana hay un camino de un solo paso.
La soledad es un tormento atroz. Puede que sea el peor de todos. “Que el hombre no esté solo en el mundo” es no solamente una constatación divina, sino, ante todo, un santo mandamiento. El paralítico de Bethesda era un hombre solo. El pecado trae consigo la enfermedad, y, en la mayoría de casos, la soledad. “¡Señor, qué solo y abatido estoy!”, se quejaba el gran (escritor rumano) Arghezi.
La soledad no solamente significa falta de compañía, sino el sentimiento de haber sido abandonado en vida por todos y todas. Estar solo significa ver en el que está a tu lado un mundo aparte, cerrado en sí mismo. Estar solo en vida, ¡qué sinsentido tan terrible!
La sed del hombre es otro sufrimiento. La vida es una sed muy profunda, una sed imposible de saciar. Tenemos sed de algo eternamente nuevo. Te llenas de una realidad y añoras otra… ¡vaya inconstancia!
Jesús le dijo a la samaritana: “¡Dame de beber!”, y, en la cruz, en Su agonía, clamó: “¡Tengo sed!”. Ahora, en el pozo de Jacob, fue rechazado. Entonces, en el Gólgota, recibió vinagre.
(Traducido de: Părintele Sever Negrescu, Fărâmituri de cuvinte, Editura Doxologia, Iași, 2011, pp. 36-37)