De la vida de San Rafael, obispo de Brooklyn
Al terminar la Liturgia pronunciaba encendidas homilías, palabras llenas de una fuerza que insuflaba esperanza y valentía.
En tanto que muchos sirios cambiaban de domicilio, abandonando las casas marginales del bajo Manhattan para irse a vivir en Brooklyn, San Rafael eligió pasar al otro lado del East River y vivir en medio de sus feligreses, rentando una habitación en el número 120 de la Pacific Street. Su rebaño se convirtió en testigo suyo, como dicen aquellas palabras apostólicas: “Vosotros sois testigos, y Dios también, de cuán santa, justa e irreprochablemente nos comportamos con vosotros, los creyentes. Como un padre a sus hijos, lo sabéis bien, a cada uno de vosotros” (I Tesalonicenses 2, 10-11). En verdad, el Evangelio fue en él “no sólo con palabras, sino también con poder y con el Espíritu Santo, con plena persuasión”, y se hicieron discípulos suyos y del Señor, “abrazando la Palabra con gozo del Espíritu Santo” (I Tesalonicenses 1, 5-6). Lo más importante, la devoción con la cual San Rafael oficiaba la Divina Liturgia, fue el brote a cuyo alrededor se hizo realidad el crecimiento espiritual de la comunidad siria ortodoxa.
San Rafael permaneció en Nueva York, enseñando, predicando, aconsejando y celebrando los oficios litírgicos, hasta que las comunidades de árabes ortodoxos, dispersadas por todos los Estados Unidos y Canadá, comenzaron a pedirle que viniera también a ellas. Ante ese llamado, “ven y ayúdanos” (Hechos 16, 9), San Rafael decidió hacer el primero de sus numerosos viajes misioneros. En el verano de 1896, dejó Nueva York, acompañado de Abdou Lutfy, vicepresidente de la Sociedad Benefactora, y visitó treinta ciudades situadas entre Nueva York y San Francisco. Solía quedarse menos de cuatro días en una misma ciudad; de hecho, a menudo se detenía solamente algunas horas, antes de ponerse nuevamente en camino. Visitando estas ciudades y ayudando a la fundación/asentamiento de las comunidades de sirios ortodoxos, San Rafael celebró incontables matrimonios, bautizos, unciones y confesiones, oficiando siempre la Divina Liturgia en sitios llenos de fieles que venían de todas partes para recibir los vivificadores sacramentos. Al terminar la Liturgia pronunciaba encendidas homilías, palabras llenas de una fuerza que insuflaba esperanza y valentía. Se dice que en cada comunidad que visitaba, “era recibido como si se tratara de nuestro mismo Señor”.
(Traducido de: Basil Essey, Episcop de Wichita, Sfântul Rafail, Episcop de Brooklyn, „Păstorul cel bun al oilor pierdute în America” (8 noiembrie 1860 - 27 februarie 1915), traducere de Dragoș Dâscă, Editura Doxologia, Iași, 2017, pp. 43-44)