De la vida del padre Efrén el Filoteíta
Mi mamá era un ejemplo digno de imitar. ¡Cuántas veces la vi orando toda la noche, encerrada en la cocina, derramando verdaderos ríos de lágrimas! ¡Qué distinto sería el mundo si todas ls madres tuvieran esa misma preocupación por hacerse agradables a Dios!
«En los primeros años de la ocupación alemana, cuando dejé de estudiar para poder trabajar, vino como párroco a una de las dos iglesias veterocalendaristas de Volos, como dije antes, el padre Efrén, discípulo del stárets José. Este hieromonje athonita se convirtió, en mi niñez y adolescencia, en un valiosísimo consejero y un imponderable soporte para mi vida espiritual.
Se hizo mi padre espiritual. Escuchando sus relatos y obedeciendo sus dictados, comencé a sentir que mi corazón se apartaba del mundo y añoraba la vida del Santo Monte Athos. Cuando me hablaba de la vida del stárets José, sentía que algo se encendía en mi interior. Así fue como me llené de un anhelo ferviente de conocer al stárets.
Como todavía era un niño, seguí con todas mis actividades normales en el mundo, pero, cuando llegué a los catorce años, germinó en mi alma un vehemente deseo de hacerme monje. Sin embargo, mi confesor, el padre Efrén, me dijo:
—No puedes irte al Santo Monte, Juan. Aún eres muy pequeño. Espera a crecer un poco y después veremos.
Mi mamá era una gran asceta. Se sometía severamente al ayuno, las vigilias y la oración. Era una mujer virtuosa y una gran admiradora de la vida monacal. Me mantenía a su lado, porque una vez, cuando yo era apenas un bebé, recibió en oración el anuncio de que yo llegaría a ser monje. ¿Cómo fue? Un día, mientras hacía sus oraciones, vio como una estrella que salía de la casa y en el firmamento se dirigía al Santo Monte. En ese momento, escuchó una voz que le decía:
—De tus tres hijos sólo este vivirá.
Asustada, mi madre exclamó:
—¡Ay de mí, se me van a morir dos y me quedará sólo este!
Ella interpretó literalmente esa visión, aunque su significado verdadero era que ese niño habría de vivir con Dios. Posteriormente entendió que la voluntad de Dios era que yo me fuera al Santo Monte. Por eso, se dedicó a educarme correctamente y con gran disciplina, sin apartarme de su lado, para poder presentarle a Dios una ofrenda lo más pura posible.
Ciertamente, mi mamá era un ejemplo digno de imitar. ¡Cuántas veces la vi orando toda la noche, encerrada en la cocina, derramando verdaderos ríos de lágrimas! ¡Qué distinto sería el mundo si todas ls madres tuvieran esa misma preocupación por hacerse agradables a Dios!
Como dije antes, tuve que dejar la escuela para empezar a trabajar, porque en esos duros años de la ocupación alemana hubo una terrible hambruna. Por la escasez, comía tan poco, que apenas me podía mantener de pie.
Trabajaba, sobre todo, en el taller de carpintería de mi padre. Otras veces vendía cosas en las calles de Volos. Bizcochos, quinina, botones, cerillas. Compraba todo lo que encontraba y después lo revendía, para poder ayudar al sustento familiar. Eso sí, siempre andaba con miedo de encontrarme con los alemanes o los italianos.
En esos tiempos tan difíciles, nuestra única esperanza era Dios. Cuando volvía a casa, mi mamá nos llevaba a la iglesia, tanto para participar en los oficios litúrgicos como para confesarnos con el padre Efrén. Este nos hablaba de lo efímero de la vida, del amor de Dios y de cómo confesarnos, del llanto al orar, del stárets José y del Santo Monte Athos. Así, poco a poco, comenzó a nacer en mí el deseo de unirme a Dios.
En esos años, la hambruna y la malaria les segaron la vida a muchísimas personas en Volos. También yo me enfermé de algo que desconocía qué era. Me mantenía con fiebre y náusea. Finalmente tuvieron que llevarme al hospital. Por lo limitado de los recursos disponibles, los médicos eran incapaces de emitir un diagnóstico preciso, así que en un momento dado se veía que también yo habría de morir pronto. Con la ayuda de Dios pude salir recuperado del hospital, pero todo lo ocurrido me ayudó a entender lo falso y vacío de esta vida. Y así fue como se fortaleció en mi interior el deseo de hacerme monje».
(Traducido de: Arhimandritul Efrem Filotheitul, Starețul meu Iosif Isihastul, traducere de Ieroschimonah Ștefan Nuțescu, Editura Evanghelismos, București, 20l0, pp. 213-216)