De las memorias de un monje
“Un niño impaciente, observándolo todo con una curiosidad insaciable... A su alrededor, afuera, la noche lo engulle todo. Lejos, en un horizonte brillante, amanece un ideal...”
Permanezco sentado sobre un tronco, junto al plateado manantial. A mi alrededor, la soledad... Estoy solo y medito, completamente ensimismado. Veo todo lo que me rodea, los bosques y las colinas, lejos, en el horizonte azul cenizo. A un costado veo una aldea con casas blancas, con árboles frutales,. Y afuera de una de esas casas veo que hay un hombre trabajando. A un lado, una madre en silencio, pensativa. A poca distancia, un grupo de niños jugando sobre la hierba. Un poco más lejos, un pequeño niño conduce un rebaño de diminutas ovejas. Y sigo viendo, y viendo...
Pero cuando intento contemplarlo todo una segunda vez, es en vano... todo parece haber desaparecido. El padre ha envejecido, la madre se ha vuelto aún más pensativa y parece extenuada, como a punto de echarse a llorar. Los bulliciosos niños han crecido, han cambiado. El rebaño de ovejas ha desaparecido, porque el niño creció y se fue, siendo sustituido por un nuevo pastor. La aldea se ha transformado... ¡todo parece distinto! Veo más lejos: en un camino lleno de polvo, me parece ver una madre con un niño de la mano. Caminan despacio, el sendero es empinado, hay un calor terrible y la sed les agobia. Avanzan con trabajo, resoplando, hasta llegar a la estación de tren. Se sientan y esperan. Es la primera estación de su vida, el primer tren que él abordará, el primero que le llevará a otra estación, por otro camino, tras otros ideales. ¡Qué solitaria parece esa primera estación de la vida! Pero la escena dura poco, porque el tren parte rápidamente, buscando otros horizontes... Un tren largo y ennegrecido por el humo, una madre que sonríe bondadosamente pero que, callada, prefiere mantener la mirada en el suelo. Y un niño impaciente, observándolo todo con una curiosidad insaciable... A su alrededor, afuera, la noche lo engulle todo. Lejos, en un horizonte brillante, amanece un ideal.
Pero el tren se detiene en otra estación. La noche cede y sale el sol. La madre regresa sola, sin el niño, entregado cual ofrenda a una ciudad mísera y ruidosa, con un laberinto de calles estrechas, con muros blancos nuevos y en ruinas, con escuelas e iglesias. Sobre el desolado pavimento de una calle veo al niño de antes, trayendo unos libros entre brazos. Camina despacio, sube lentamente los peldaños de piedra que llevan a una vieja escuela, con muchos salones, con muchas bancas y muchos estudiantes, con ventanas grandes y luminosas, con puertas que rechinan al abrirse, con paredes grises y cubiertas de musgo...
(Traducido de. Mi-e dor de Cer, Viața părintelui Ioanichie Bălan, Editura Mănăstirea Sihăstria, 2010, p. 119)