De por qué nuestra mente tiene que mantenerse en el Reino de Dios
Tenemos que sentir hambre y sed del Reino para poder entrar en él. Solo entonces venceremos en nosotros mismos el pecado del rechazo al amor del Padre, amor que nos fuera revelado por el Hijo.
Mientras no alcancemos la suprema libertad de las pasiones en esta tierra, el sufrimiento y la piedad podrán desgastar el cuerpo, pero sólo el cuerpo morirá. “No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma” (Mateo 10, 28).
Podríamos decir que, también hoy, la humanidad, considerada como una unidad, no ha sido educada en el cristianismo y sigue arrastrándose en una existencia casi salvaje. Al rechazar aceptar a Cristo como Hombre Eterno y, todavía más importante, como la misma Verdad de Dios y nuestro Salvador —indiferentemente de la forma de ese rechazo y de qué pretextos pongamos—, perdemos la luz de la vida eterna. “Padre, los que Tú me has dado, quiero que donde Yo esté estén también conmigo, para que contemplen Mi gloria, la que me has dado, porque Tú me has amado antes de la creación del mundo” (Juan 17, 24).
Allí, en el Reino del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, tiene que morar nuestra mente. Tenemos que sentir hambre y sed del Reino para poder entrar en él. Solo entonces venceremos en nosotros mismos el pecado del rechazo al amor del Padre, amor que nos fuera revelado por el Hijo (cf. Juan 8, 24). Cuando elegimos a Cristo, somos llevados más allá del tiempo y el espacio, más allá del área hasta donde se extiende eso que llamamos con el término “tragedia”.
(Traducido de: Arhimandritul Sofronie, Rugăciunea – experiența vieții veșnice, Editura Deisis, Sibiu, 2001, p. 45)