Las dimensiones de la alegría del cristiano
Cuando hacemos algo por el bien de nuestros semejantes, lo hacemos también por nuestro propio bien, porque no es posible que hagas algo bueno por otro y que no te quede algo para ti.
Hay algo que suelo repetir, y creo que sería bueno que más personas lo tuvieran en cuenta: primero es el deber y después viene la alegría. Luego, primero tenemos que cumplir con nuestra obligación y después ya vendrá el momento de alegrarnos. ¡Y es imposible que podamos abarcar con nuestra alma toda la alegría que Dios quiere darnos!
Así lo dice el Santo Apóstol Pablo: “… lo que queremos es contribuir a que crezca vuestro gozo” (II Corintios 1, 24). Para poder colaborar a que crezca la alegría, tenemos que hacer algo por el bien de otros. Y cuando hacemos algo por el bien de nuestros semejantes, lo hacemos también por nuestro propio bien, porque no es posible que hagas algo bueno por otro y que no te quede algo para ti. San Atanasio el Grande dice: “El que unge a otro con una fragancia aromática es el primero en oler agradablemente”. Es decir que es el primero en beneficiarse del aroma que quiere dar a los demás.
Lo mismo pasa con la alegría cristiana: si trabajamos para procurar el contento de los demás, también nosotros obtendremos esa misma alegría. No es posible ser un buen cristiano y no participar de la alegría. Una cosa más: no es necesario que, al orar, pidamos que Dios nos dé la alegría, porque la alegría viene por sí misma.
(Traducido de: Părintele Teofil Părăian, Veniţi de luaţi bucurie!, Editura Teognost, Cluj- Napoca, 2001, p. 23)