Palabras de espiritualidad

De un humilde padre espiritual de los monjes athonitas

    • Foto: Elisei Roncea

      Foto: Elisei Roncea

Cuando veía a alguno que sentía vergüenza de acercársele para confesarse, le decía: “¡Venga, hijo, ten coraje, que también yo soy un pecador!”.

Hiero-esquema-monje Elías (Ilie) Vulpe (1851-1928)

Este venerable monje era originario de la región de Orhei (Moldavia). Sus padres, Elías y Melania, le ofrecieron una selecta educación. En el año 1879, partió hacia el Santo Monte Athos y se hizo monje en la ermita rumana Lacu. Viendo los monjes de la ermita su devoción y buen juicio, en 1881 le ordenaron sacerdote. Desde entonces, se dio a conocer por oficiar los Santos Misterios con profunda fe y temor de Dios. En 1894, compró la celda “San Juan el Bautista”, en el sitio denominado Colciu, bajo dominio del Monasterio Vatopedi.

Luego de reparar completamente la celda, reunió a su alrededor cinco discípulos elegidos cuidadosamente: Eftimio, Andrés, Paisos, Gerásimo y Juan (Guţu), con quienes habría de conjuntar una reconocida familia espiritual. Uno de los rasgos distintivos del padre Elías fue el profundo silencio que guardaba todo el tiempo, manteniéndose en oración incesante; por esta razón, llegó a convertirse en un renombrado practicante de la “Oración del corazón”. Además, ejecutaba con gran devoción las disposiciones litúrgicas de la la Iglesia. Así, en los días en los que oficiaba la Divina Liturgia, se contentaba con ingerir solamente la Santa Comunión y un trocito de antidoron, sin comer nada más por el resto del día; esta regla tenía su excepción los sábados y los domingos. Y, cuando no oficiaba en la iglesia, comía una sola vez al día, excepto los miércoles y los viernes, cuando no comía nada. Dormía poco y leía diariamente la Santa Escritura y los textos de los Santos Padres.

Por su humildad y esmero, el don del Espíritu Santo y el divino amor vinieron a morar abundantemente al corazón de este virtuoso padre. En verdad, el padre Elías Vulpe fue un ejemplo de amor y mansedumbre, conocido en todo el Monte Athos por ser generoso, caritativo, sabio al aconsejar y cándido como un niño.

A lo largo de 30 de años, el padre Elías fue uno de los más experimentados confesores de todo el Monte Ahos, formando y guiando en el camino a la salvación a cientos de sus hijos espirituales, rumanos, griegos, rusos, búlgaros y serbios. Todos venían a buscarle y todos volvían llenos de un gran provecho espiritual. Y, cuando veía a alguno que sentía vergüenza de acercársele para confesarse, le decía

¡Venga, hijo, ten coraje, que también yo soy un pecador!

Así es como se ganó a muchas almas en el camino a la salvación.

Solía aconsejar a sus discípulos utilizando estas palabras:

Que no se nos olvide, hijos, que nos hallamos en el Santo Monte, a donde nos llamó la Madre del Señor para que practiquemos la virtud. ¡Pidámosle sin cesar a Dios por la salvación del mundo y la de todos los cristianos!

Otras veces, les decía:

Padres, no olvidemos aquellas palabras del Paterikon, cuando el anciano José le dijo al anciano Lot: “No es posible hacerte un monje, si antes no te haces como el fuego”. Luego, que nuestro corazón arda de amor por Cristo.

Cierta vez, un monje vino a buscarlo para confesarse. Al encontrarlo, le dijo:

¡Padre, deme su bendición para volverme un “loco por Cristo”!

Sonriendo, el anciano le respondió:

Pero ¿no ves que ya estás loco? ¿No te alcanza con ello? ¿Quieres hacerte aún más loco?

Ruborizándose, el monje se postró hasta el suelo, y dijo:

¡Perdóneme, venerable padre, porque he errado!

Y el padre, besándole paternalmente la cabeza, le dejó partir en paz.

Tal fue la vida como monje del venerable padre Elías Vulpe, quien durante 50 años glorificó a Dios día y noche, formando una multitud de hijos espirituales.

Cuando vio que se acercaba el final de sus días, bendijo a todos y descansó en el Señor el 8 de diciembre de 1928, siendo llorado y acompañado hasta el sepulcro por un gran número de monjes athonitas.

(Traducido de: Arhimandrit Ioanichie BălanPatericul românesc, Editura Mănăstirea Sihăstria, pp. 517 - 518)