De un monje que, habiendo sido criado en la devoción al Señor, dedicó su vida a cumplir Sus mandamientos
Acerca de su madre, llamada Ana, el padre Marcos decía: “Mi mamá supo llevar una forma de vida como si fuera una verdadera monja. Dormía solamente dos horas cada noche. Después de acostarnos a todos, se dirigía a una pequeña habitación situada al lado de la nuestra. Ahí, en silencio e inmersa en un admirable sosiego, se dedicaba a orar. Al día siguiente, era la primera en levantarse, para preparar lo que cada uno de nosotros necesitaría en el día que recién estaba empezando”.
Monje Marcos Dumitrescu, del Monasterio Sihăstria (1910-1999)
Este virtuoso monje era originario del poblado de Hătcărau, en el distrito de Prahova. Proveniente de una familia bendecida con 11 hijos, al ser bautizado recibió el nombre de Constantino. Al morir su padre, en la Primera Guerra Mundial, su mamá asumió la tarea de criar sola a sus hijos. Años más tarde, Constantino decidió renunciar a la idea de casarse y, al terminar sus años de escuela, dedicó toda su vida a Cristo, glorificándolo día y noche.
Siendo un gran devoto en la fe correcta, empezó a guiar a muchos jóvenes al camino de la salvación, conduciéndolos a Cristo. Ya que eran años muy difíciles para manifestar tan abiertamente la fe, pronto fue apresado y enviado a prisión, en donde habría de sufrir mucho. Gracias a su paciencia y, principalmente, a la misericordia del Señor, las puertas de la vida monástica se le abrieron de par en par, de manera que, en 1951, se integró a la comunidad del Monasterio Slatina (Suceava).
En 1968 entra al Monasterio Sihăstria, en donde es tonsurado, recibiendo el nombre de “Marcos”. En dicho cenobio encuentra la paz más profunda, dedicándose por completo a la obediencia y la oración incesante.
En 1999, después de 30 años de esfuerzo y de obediencia total, el beato monje Marcos, presintiendo que el final de sus días estaba cerca, empezó a prepararse para partir al Señor, lo cual sucedió poco tiempo después, volviendo a Aquel a quien tanto había amado y a Quien toda su vida había llevado en su corazón.
Acerca de su madre, llamada Ana, el padre Marcos decía: “Mi mamá supo llevar una forma de vida como si fuera una verdadera monja. Dormía solamente dos horas cada noche. Después de acostarnos a todos, se dirigía a una pequeña habitación situada al lado de la nuestra. Ahí, en silencio e inmersa en un admirable sosiego, se dedicaba a orar. Al día siguiente, era la primera en levantarse, para preparar lo que cada uno de nosotros necesitaría en el día que recién estaba empezando”.
El padre Marcos fue un hombre de una gran nobleza espiritual. Cuando estuvo encerrado en las cárceles del régimen, los guardianes lo llamaban el “faquir”, porque jamás lloraba, por terribles que fueran los tormentos a los que se viera sometido. Con todo, un día sí que se echó a llorar. “¡Finalmente hemos doblegado al faquir!”, dijeron los funcionarios del sistema penitenciario. Pero no era cierto. El padre Marcos lloraba compadeciéndose de otro prisionero que en ese momento era torturado a su lado.
(Traducido de: Arhimandrit Ioanichie Bălan, Patericul românesc, Editura Mănăstirea Sihăstria, pp. 763-764)