Debemos dar y no solamente recibir
Un monje, muy diligente en la práctica de las virtudes, se hizo digno, desde muy joven, de alcanzar muchas de ellas. Sin embargo, por ignorancia, no se saciaba de sus esfuerzos ni compartía nada...
Un monje, muy diligente en la práctica de las virtudes, se hizo digno, desde muy joven, de alcanzar muchas de ellas. Sin embargo, por ignorancia, no se saciaba de sus esfuerzos ni compartía nada con otros monjes, como lo ordena el deber monacal y el mandato del Apóstol, que dice: “Mayor felicidad hay en dar que en recibir” (Hechos 20, 35). Pero él, desconociendo esto, se acostumbró a recibir y a no dar. Cuando le llegó el momento de morir, atravesando su alma los “peajes espirituales”, salieron a su encuentro aquellos que habían sido caritativos con él, diciéndole:
—Padre, padre, ¡ayúdanos, tal como nosotros te ayudamos cuando lo necesitaste mientras vivías!
El ángel que le acompañaba le preguntó:
—¿Qué gritan esos?
—Piden recompensa por sus buenas acciones, porque cuando yo vivía me ayudaron mucho en mis esfuerzos, respondió el monje.
—Si ellos te ayudaron, es tu deber ayudarlos ahora.
—Pero no tengo nada. ¿Qué podría darles?
—¿Por qué no les damos algo de lo que ganaste con tus esfuerzos, para pagarles lo que hicieron por ti?, dijo el ángel.
Entonces el ángel tomó un buen número de las virtudes del monje, suficientes para pagar la caridad recibida. Pero tanto se redujeron estas, que al llegar al séptimo “peaje”, ya no le quedaba ninguna. Viendo que aún tenían que atravesar trece “peajes”, el ángel suspiró:
—¿Qué hacemos ahora?
Desconsolado, el monje se echó a llorar. Entonces el ángel se alejó de él, dejándole caer desde lo alto a las profundidades del infierno.
¡Qué terrible relato, qué estremecedor castigo! Por eso, hermanos, debemos estar atentos y alimentarnos del trabajo de nuestras propias manos, para no quedarnos vacíos de buenas acciones al morir y sin nada qué ofrecer al atravesar aquellos “peajes” tan implacables, siendo enviados al castigo por causa de nuestra dejadez y descuido. ¡Que Dios nos libre de esa fatalidad!
(Traducido de: Fapte minunate de la părinţi atoniţi, Editura Mănăstirea Sihăstria, 2004, p. 112)