Del llamado a ser perfectos
“Sed para mí santos” (Levítico 20, 26), dice el Señor. Y, ciertamente, esto no es fácil de realizar. Es más fácil y más cómodo permanecer en la mediocridad.
Sin duda, no es cosa fácil alcanzar la bondad a la cual nos insta el Señor, especialmente cuando alguien nos ofende o nos hace el mal. Teóricamente nos declaramos de acuerdo con Su enseñanza, pero si se trata de aplicarla, al instante nos damos cuenta de que esto es casi imposible.
Nuestra primera reacción, cuando alguien nos hace el mal, es buscar la manera de vengarnos. Y pecamos. El Señor nos pide un extraordinario ejercicio de templanza. Precisamente para eso fue que Él vino, para guiarnos y ayudarnos a intentar ese esfuerzo de vencernos a nosotros mismos. Se trata de algo casi sobrehumano, pero es que estamos llamados a hacernos perfectos (Mateo 5, 48).
Ya desde antes Dios había hecho ese llamado a la perfección: “Sed para mí santos” (Levítico 20, 26).
Y, ciertamente, esto no es fácil de realizar. Es más fácil y más cómodo permanecer en la mediocridad. Hay muchos que confunden la mediocridad con la “justa medida”, el “camino real” recomendado por los santos practicantes de las virtudes cristianas. Pero estamos hablando de cosas totalmente distintas.
El “camino del medio” o “justa medida”, es evitar los excesos que podrían dañarnos. Por ejemplo, evitar la práctica de un ayuno severo, que podría causarnos alguna enfermedad y, además, podría terminar arrastrándonos al orgullo, que es la enfermedad del alma. Otro exceso muy pernicioso es la eliminación total del ayuno, que puede llevarnos a la gula y al ocio, que comprometen tanto al cuerpo como al alma. Elegir la “justa medida” es tomar el camino del buen juicio, del equilibrio, del sentido común.
La tendencia natural de los hombres íntegros es a más, a lo que es mejor, a lo que es más bello. Tender a la perfección no es una invención artificial del Señor, una recomendación carente de realismo. Propongo una verificación muy sencilla. Cuando el niño asiste por primera vez a la escuela, su maestro le parece el hombre más grande y más importante del mundo. Si le preguntamos al menor qué quiere ser cuando crezca, seguramente responderá: “¡Maestro!”. Cuando, con el paso del tiempo, descubre (por medio del televisor) que también existen los artistas y los deportistas, deseará ser uno de ellos. Pero no uno cualquiera. Si le preguntamos: “¿Como quién quieres ser?”, dirá el nombre de alguno de los más premiados, el de alguno de los mejores. En ningún caso deseará ser como los más débiles.
Así las cosas, ¿por qué habría de ser inoportuno el llamado a hacernos perfectos, y aún más, “como perfecto es nuestro Padre que está en los Cielos”? ¡Luego, a ese nivel, al del más grande de todos, es al que debemos tender!
(Traducido de: Mitropolitul Antonie Plămădeală, Tâlcuiri noi la texte vechi, Editura Sophia, București, 2011)