Del reinado de la muerte al reinado de la vida verdadera (Carta Pastoral, 2019)
En estos días de Resurrección, oremos a Dios para que nos conceda perseverancia en la fe, fuerza en la oración y en el amor, arrepentimiento, humildad y paz espiritual.
† TEÓFANO
Por la Gracia de Dios, Arzobispo de Iaşi y Metropolitano de Moldova y Bucovina.
Amados párrocos, piadosos moradores de los santos monasterios y pueblo ortodoxo de Dios, del Arzobispado de Iaşi:
gracia, alegría, perdón y auxilio del Dios glorificado en Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Amados hermanos sacerdotes,
Venerables Padres y Piadosas Madres,
Cristianos ortodoxos,
¡CRISTO HA RESUCITADO!
Es imperioso presentarle nuestra honra y agradecimiento a Dios, por habernos permitido que también este año pudiéramos llegar a la gran fiesta de la Santa Pascua. En esta noche de luz, como en los días que vienen, vivimos algo aparte, algo completamente distinto a los demás días del año. Usualmente no es fácil expresar con palabras el estado que hoy experimentamos, aunque sentimos que hay una alegría silenciosa germinando en nuestro interior. Es una inmensa alegría que brota sobre nuestro ser entero. Pareciera que estuviéramos más llenos de vida y serenidad. Vemos el mundo con otros ojos y nos mostramos mucho más abiertos ante nuestros semejantes. La misma naturaleza parece ser más bella el día de la Resurrección. La intensidad de este estado de luz es, desde luego, diferente, En algunas personas se manifiesta con mayor fuerza, y en otras con menos consistencia y profundidad.
Constatando esta realidad, nos preguntamos: ¿cuál es la causa y en dónde tiene su origen este renuevo de alegría, de paz y buena voluntad? La respuesta la encontramos en la verdad de la Resurrección del Señor Jesucristo. La transformación que vivimos en la noche de la Pascua está vinculada al acontecimiento ocurrido hace más de dos mil años. Entonces Cristo venció a la muerte, “el último enemigo” [1] del hombre, convirtiéndose en “el inicio de nuestra resurrección” [2]. Alzándose del sepulcro, Cristo cumplió lo que había prometido antes: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” [3].
Amados hermanos y hermanas en Cristo el Señor,
Con Su Resurrección, Cristo nos otorgó el poder de la vida plena. Es un impulso de vida que sentimos, en cierta medida, durante los días de la Santa Pascua. ¿Por qué, entonces, no nos quedamos permanentemente con ese espíritu vital? ¿Por qué es que lo perdemos durante el resto del año? La respuesta es una sola: porque o somos hombres de la Resurrección. Si somos honestos y analizamos nuestra vida, comprobaremos que la mayoría de las veces somos cristianos solamente de nombre. Cumplimos exteriormente, si es que cumplimos, con los mandatos y disposiciones de la Iglesia, pero carecemos de la profundidad de la vida espiritual. Formalmente pertenecemos a la Iglesia, como las ramas de un árbol. Pero, somos ramas por las cuales ya no corre la savia vivificadora, porque no tenemos el espíritu de contrición, ni una mente humilde, ni una oración ferviente. Privados de los frutos del Espíritu Santo —amor, alegría, paz y mansedumbre—, nos volvemos como ramas secas, sin un vínculo real con la vida del árbol entero, es decir, la Iglesia. De acuerdo a las Escrituras, aunque vivimos, estamos muertos [4], no hay vida en nuestro interior. Somos “fuentes secas y nubes arrastradas por la tormenta” [5], “árboles de otoño sin frutos, dos veces muertos, arrancados de raíz” [6].
La consecuencia de semejante estado se manifiesta dolorosamente en una profusión de pesadumbre, intranquilidad y desesperanza. La vida parece carecer de perspectiva, el vacío interior se hace cada vez más profundo, y el sentimiento de impotencia corroe a cada vez más personas. La muerte y el infierno son vividos con anticipación. ¿Cómo podemos hacer para salir de este infierno que nos inunda cada vez más? ¿Cómo sobrepasar el estado de muerte, infiltrado hasta en lo más recóndito de nuestra vida? La respuesta a esta crisis espiritual no la podremos hallar ni en la política, ni en la economía, ni en la tecnología, ni en los programas ecológicos o de erradicación de la pobreza y las enfermedades. La solución nos la ofrece Cristo: “Buscad primero el Reino de Dios y Su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura” [7].
Amados hijos e hijas espirituales,
La doctrina de la Iglesia testifica que, antes de resucitar con el cuerpo, Cristo descendió al infierno para liberar de las cadenas del pecado a los que se hallaban allí. Esto nos demuestra que el único camino para salir de nuestra existencia de infierno y muerte, es precisamente el descenso de Cristo a nuestra vida. No obstante, Él desciende solamente si se lo permitimos, si nos abrimos a Su presencia en nuestra existencia. Cristo entra en nuestra vida y nos libra de las distintas formas del infierno y la muerte, haciéndonos partícipes de Su Resurrección. Y esto se realiza por distintas vías:
– “Aquel que crea en Mí tendrá vida eterna” [8], dice Cristo. La fe es, así pues, el fundamento de la vida verdadera, de la vida profunda, amplia y dadora de esperanza. “El que crea en Mí (...) de su seno correrán ríos de agua viva” [9], nos asegura nuestro Señor. Esta agua viva —el Espíritu Santo— abreva al alma sedienta de la luz, llenando de sentido su vida.
– La pertenencia a la Iglesia verdadera, la Iglesia Ortodoxa, ofrece a la fe el poder de influenciar nuestra vida, nuestros pensamientos, nuestras palabras y hasta nuestra actitud cotidiana. Hallándonos en el seno de la Iglesia, nos dejamos comprender y abrazar por el espíritu de la Resurrección de Cristo. “En lo profundo del alma anhelamos la Resurrección”, afirmana Valeriu Gafencu. En la Iglesia nos abrimos a Cristo, y Él trae paz a nuestra vida. Ahondamos en la oración, y Cristo enciende, mantiene y nos vuelve a ofrecer la obra de la Gracia, que se manifiesta en un gozo que nada de este mundo podría superar. “Haz que nuestras muertas almas escuchen Tu voz (Señor) y resuciten en alegría”, oraba San Siluano el Athonita. En la Iglesia —que es el Cuerpo de Cristo—, nosotros, como “brotes” Suyos, recibimos la vida que mana de Dios y, de este modo, nos realizamos como personas. “Yo soy la vid”, dice Cristo, “vosotros los sarmientos. El que permanece en Mí y Yo en él, ese da mucho fruto; porque separados de Mí no podéis hacer nada” [10].
– La solución al mencionado estado de desasosiego, confusión y congoja no se alcanza sino por medio de una relación auténtica y verdadera con nuestros semejantes. Por eso, nuestra resurrección pasa por el hermano que está cerca y también por el qu está lejos, amigo o enemigo. No hay otra forma de llegar a la resurrección desde la muerte que nos anega, sino haciendo de nuestro hermano nuestra propia vida..”Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él”, dice el Santo Evangelista Juan. [11]
– Nuestra resurrección desde el estado de confusión, muerte y vacío espiritual se alcanza, igualmente, por medio del incesante espíritu de contrición y una mente humilde. El reconocimiento de sus propias debilidades y pecados pone al hombre en la mano de Dios, Quien le sana todas las heridas espirituales. Así es como tiene lugar una verdadera resurrección. “Señor, Tú resucitas a aquellos cuya conciencia se había extinguido y haces que la belleza primigenia vuelva las almas que la perdieron sin esperanza” [12]), dice la oración de la Iglesia. A semejanza del hijo pródigo, el hombre vuelve, por medio de la contrición, a su anterior estado de dignidad, libertad y resurrección. “Porque estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado.” [13] La culminación de su humildad antecede a la de la resurrección que viene a abrazarle. De igual forma, el estado de humildad ayuda a que el hombre vea en sus semejantes la imagen de Dios, y no sus debilidades. Con esto se elimina una fuente inagotable de conflictos, malentendidos, frustraciones e insatisfacciones.
– El descubrimiento o redescubrimiento del sentido de la vida, de la luz y de la alegría espiritual se alcanza también buscando la paz interior y, cuando es posible, la exterior. Salir del confort y del ruido diario trae la paz de Dios a la mente y el corazón. “Detengamos por un momento el bullicio de la mente”, decía Marin Sorescu. Con esto alejamos la muerte de la mente, la oscuridad de la palabra y la confusión de nuestra conducta. Cuando la mente llega a semejante estado de pureza, Cristo viene a morar en ella y la fuerza de Su Resurrección trae la paz y la felicidad que el hombre tanto anhela.
Cristianos ortodoxos,
La experiencia testifica que, en la Iglesia, el hombre con una fe correcta, demostrada con su amor y su oración, su contrición, su humildad y su serenidad, avanza con mayor facilidad por la vida. Cierto es que no le faltan las tentaciones, las tribulaciones, el sufrimiento o ciertas decepciones. Pero, al mismo tiempo, nada de esto se transforma en desesperanza o en una falta total de sentido y luz en la vida. Cuando el alma es humilde y creyente, aunque aparezcan momentos de oscuridad e infierno, Cristo desciende y con la fuerza de Su Resurrección la enaltece. Entonces, la alegría vuelve al alma y el hombre vive nuevamente el estado de realización y de paz.
En estos días de Resurrección, oremos a Dios para que nos conceda perseverancia en la fe, fuerza en la oración y en el amor, arrepentimiento, humildad y paz espiritual. Todo ello crea un espacio de luz y libertad en la vida del hombre, porque encierra la fuerza de la Resurrección de Cristo. Alimentemos con esa fuerza nuestra alma, la de nuestra familia, la de la Iglesia, la del país e incluso la del mundo entero.
Con amor santo y el corazón de un padre y hermano, vengo ante Ustedes para exclamar lleno de gozo, ante todos y cada uno: ¡CRISTO HA RESUCITADO!
† TEÓFANO
Metropolitano de Moldova y Bucovina
Notas bibliográficas:
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1 Corintios 15, 26.
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Cf. I Corintios 15, 20.
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Juan 10, 10.
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Cf. Apocalipsis 3, 1.
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II Pedro 2, 17.
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Judas 1, 12.
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Cf. Mateo 6, 33.
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Juan 6, 47.
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Juan 7, 38.
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Juan 15, 5.
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I Juan 3, 14-15.
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Acatiste, Ed. Christiana şi Sf. Mănăstire Nera, Bucarest, 1999, p. 19.
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Lucas 15, 24.