Palabras de espiritualidad

Del sentido de la vida y el propósito de la muerte

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

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Aunque Dios, tomando en cuenta la libertad del hombre, con todas sus miserables consecuencias, lo deja actuar como le plazca, el momento de la muerte sólo Él lo decide, con Su Providencia. Los Padres dicen que el hombre muere cuando es el tiempo propicio para su salvación.

La muerte espiritual es algo realmente terrible: es imposible encontrar algo mínimamente bueno en ella. La muerte física, no obstante, tiene algún provecho para el estado de pecado originado por nuestros padres primigenios. Así, San Juan Crisóstomo escribe: “Aunque el pecado trajo la muerte a este mundo, Dios la pone a nuestro servicio para que nos sea de provecho”; la muerte es, así, más bien “un beneficio que un castigo”, y nos muestra, por parte de Dios, “antes Su cuidado que Su ira”.

Ciertamente, si el hombre que ha muerto espiritualmente no muriera también con el cuerpo, tendría que enfrentar grandes e incontables tribulaciones.

En primer lugar, el hábito del pecado le habría hecho indolente; en tanto que, viéndose amenazado por la muerte e ignorando cuándo le vendrá la hora de partir, empezará a pensar en los límites de esta vida y a prepararse para la futura, con un encendido sentimiento espiritual y una activa contrición.

Luego, la inmortalidad le habría llevado a la soberbia, y la engañosa promesa del maligno: “¡Serás como Dios!”, le habría parecido completamente cierta. Sin embargo, sabiéndose forzado a volver al polvo del cual fue hecho, llega a comprender la debilidad, la pequeñez y la nimiedad de las criaturas que han sido privadas de la Gracia de Dios, y se hace humilde.

Si no existiera la muerte, como dice San Juan Crisóstomo, “el cuerpo sería lo más amado, y la mayoría de personas dejaría de preocuparse por otra cosa que no fuera su bienestar físico, haciéndose aún más carnales y más propensas a la búsqueda del placer”.

Aún más: la ausencia de la muerte habría eternizado la caída del hombre. San Basilio el Grande dice que Dios “no impidió nuestra descomposición, para que no fuéramos unos débiles e incapaces por siempre”.

Estos son los beneficios de la muerte, en lo que respecta al alma. Como dice San Juan Crisóstomo, no debemos lamentarnos porque nuestro cuerpo habrá de podrirse, sino que “deberíamos llorar si el cuerpo tuviera que permanecer en su miserable estado actual”, pero “la muerte no destruye solamente el cuerpo, sino también su propia corrupción”; la muerte significa “la destrucción eterna de la corrupción”. Permitiendo la muerte, Dios prepara, como buen administrador que es, la restauración —por medio de Cristo— del estado del Paraíso y aún de otro más elevado, en el cual el hombre será perenne e inmortal, porque, como dice la palabra del Señor, el grano debe morir para poder dar frutos (Juan 12, 24; l Corintios 15,35-44).

Pero la muerte del cuerpo es útil también para el alma. Muchos de los Santos Padres dicen que la muerte impidió que “el mal se hiciera inmortal”. Y es que, con la muerte, muere también el pecado. San Juan Crisóstomo nos explica cómo, por la sabiduría de Dios, el retoño mata su propia madre, porque “la muerte provino del pecado, pero después lo devoró”. San Máximo el Confesor, a su vez, dice que para el pecador la muerte es una forma de liberaión providencial, misma que, paradójicamente, contribuye a su existencia como hombre, porque, de lo contrario, “la fuerza del alma se movería eternamente de forma contraria a su esencia, lo que le habría significado no solamente el peor de los perjuicios y la pérdida de su calidad de hombre, sino también la negación más rotunda de la bondad divina”. También él dice que Dios permitió la muerte, “entendiendo que no era bueno que el hombre, quien pervirtió su libre albedrío, tuviera una existencia inmortal”.

En pocas palabras, como dice San Máximo el Confesor, “no es bueno que el finalde esta vida reciba el nombre de muerte, sino que tendría que llamarse protección de la muerte, clausura de la corrupción y liberación de la esclavitud, así como cesación de las turbaciones y de las guerras, destrucción de la oscuridad y descanso para el esfuerzo, mitigación del enardecimiento y velo de la vergüenza, redención de las pasiones y devastación del pecado. En breve, la muerte es el cese de todos los males”.

Aunque la muerte, como ley de la naturaleza, vino al mundo por el pecado del primero de los hombres, aunque la muerte de cada hombre se halla vinculada, de una manera u otra, a un mal —enfermedad, ruina física, asesinato, guerra, fuerza de la naturaleza— y aunque Dios, tomando en cuenta la libertad del hombre, con todas sus miserables consecuencias, lo deja actuar como le plazca, el momento de la muerte sólo Él lo decide, con Su Providencia. Los Padres dicen que el hombre muere cuando es el tiempo propicio para su salvación, de acuerdo a la Omnisciencia de Dios. San Máximo dice que Dios le permite al hombre vivir sólo el tiempo que necesite para recorrer el camino hacia Él. Partiendo de lo anterior, podemos explicarnos por qué algunos mueren casi de la nada, en tanto que otros, sufriendo de enfermedades graves y enfrentando serias aflicciones, siguen con vida. En otro orden de ideas, San Juan Crisóstomo dice que no debemos entristecernos ni por la muerte del “malo y perverso”, porque ella viene a impedirle que siga pecando, ni por la del “bueno y virtuoso”, porque (cuando un hombre bueno muere) “ha sido llevado antes de que el mal entre en su alma, y trasladado a un lugar en donde su virtud será guardada con celo, en donde no hay posibilidad alguna de que llegue a convertirse en un hombre malo”.

(Traducido de: Jean-Claude Larchet, Tradiţia ortodoxă despre viaţa de după moarte, Editura Sophia, Bucureşti, 2006; p. 11-13)