Dios, el centro de nuestras relaciones familiares
En el ciclo de esta vida somos dos rayos de luz que, mientras más convergemos en nuestro centro, es decir, en Dios, la distancia entre nosotros se reduce, acercándonos más el uno al otro.
En toda relación es necesario tener una “válvula” de seguridad, una “almohada” que atenúe las disputas entre esos dos “yoes”. Y esta es, de hecho, el amor recíproco entre esos dos “yoes”, no en relación con los bienes materiales y/o las personas humanas, que solamente pueden ofrecer un auxilio limitado y muchas veces crean más problemas, sino con aquello que les une y que brota del amor divino.
Así como las tres Personas de la Santísima Trinidad son Una, permaneciendo, al mismo tiempo, diferentes, así también, en una relación de matrimonio, los dos individuos devienen en un sólo cuerpo cuando se encuentran en el fuego del amor de Dios. Son uno en Dios, y también entre sí. Pero, al mismo tiempo, siguen siendo personalidades distintas que ponen al servicio del otro todo lo mejor que tienen, por la libertad de su amor.
En el ciclo de esta vida somos dos rayos de luz que, mientras más convergemos en nuestro centro, es decir, en Dios, la distancia entre nosotros se reduce, acercándonos más el uno al otro. En caso contrario, mientras más nos alejamos de nuestro centro, más ajenos nos hacemos el uno del otro. En verdad, Dios es el centro de la vida, y del mundo, el centro de nuestra existencia, la fuente de todo amor y de la vida. Si Él está presente en nuestra relación, sentiremos, con felicidad, el milagro del amor que brota y permanece en nuestro vínculo, porque estaremos logrando, a cada instante, armonizar nuestros seres en la frecuencia del amor.