Dios, mi alegría
El propósito de nuestra existencia es obtener la alegría que nadie puede quitarnos, aunque seamos crucificados, aunque seamos condenados, aunque nos golpeen.
Nuestro Señor Jesucristo no vino a juzgarnos, sino a perdonarnos y a sanarnos. Dios viene y llama a la puerta de nuestro corazón endurecido y atormentado por las aflicciones. Y no nos rechaza, ni dice que no nos lo merecemos.
Al mismo tiempo, el Santo Apóstol Pablo dice que tenemos que examinarnos para ver si somos dignos. ¿De qué dignidad se trata? De renunciar a nuestra debilidad y pedir mercerlo a Él. Esto lo aprendemos también con la oración que pronunciamos antes de comulgar: “¡Hazme merecedor, Señor! ¡Hazme digno, Señor!”. Y aquí es donde entra en acción la ascesis, como el arte cristiano de adquirir la santidad, la deificación, como obra de Dios.
El propósito de nuestra existencia es obtener la alegría que nadie puede quitarnos, aunque seamos crucificados, aunque seamos condenados, aunque nos golpeen. El Señor dijo: “Dichosos seréis si os odian los hombres, si os expulsan, os insultan y proscriben vuestro nombre como infame por causa del Hijo del hombre” (Lucas 6, 22). ¿Cómo es esto posible? Claro que es posible, porque mi alegría no depende de lo que me hagan los demás, sino de la Gracia de Dios. Y, entonces, para hacerme digno de ello, tengo que abrirme a Él y permitirle que obre en mí.
(Traducido de: Părintele Ioan de la Rarău, Duhul lumesc, Editura Panaghia, 2008, p. 240)