¡Dios no espera que seamos simples personas “morales”, sino que lleguemos a ser santos!
El hombre busca la vida. Algo busca, no lo que se imagina que es el bien, sino, finalmente, la vida misma.
El Antiguo Testamento fue como una escuela para que el hombre entendiera algo de Dios. Es decir, ¿cómo podemos entender a Dios? ¿Cómo podriamos entenderlo, si, en verdad, la misma Escritura dice que la mente del hombre es incapaz de abarcarlo y que Sus pensamientos están fuera del alcance del hombre, tal como la distancia que hay entre cielo y tierra? Entonces, se le concedió al hombre, por medio de la obediencia, que entendiera a Dios. Se le dio al hombre, al comienzo, digamos, un código ético, por medio de Moisés, con los Diez Mandamientos. Y con esto el hombre aprendió a no mentir, a no robar, etc., es decir, a entender que Dios no quiere que seamos mentirosos, ni asesinos, ni nada de eso, porque Él mismo no lo es. Dios no roba ni mata.
Pero no es en esta ética que encontramos la vida, porque lo que busca el hombre, aquello de lo que está sediento es de la vida misma, finalmente. ¿Cuántas veces no escuchamos actualmente: “Yo lo que quiero es vivir mi vida”, como justificación para el libertinaje? Y espero no perturbarles al decir que, de cierto modo, el hombre tiene razón cuando dice eso, porque, en palabras del Señor, el hombre no fue hecho para el sábado, sino el sábado para el hombre. El “sábado”, o sea el “descanso”, la realización.
Entonces, ¿en qué sentido tiene razón el hombre? El hombre busca la vida. Algo busca, no lo que se imagina que es el bien, sino, finalmente, la vida misma. La Escritura no habla de un “más bien” o un “peor”, sino que en todas partes habla de la vida. Y Cristo nos habla, no desde una ética superior, sino, como Dios, de “la vida eterna”. Se trata, entonces, de aquello que Dios quería inspirarnos desde la Ley del Antiguo Testamento, lo mismo que “tropezaba”, por una parte, con la experiencia —menor o mayor— del profeta, y por otra, con la incapacidad de la mente humana de alzarse a una comprensión espiritual más sutil, más excelsa y, en este sentido, más cierta.
Ya desde el Antigo Testamento, con los Diez Mandamientos, Dios le dice a los hombres: “¡Sed santos, porque Yo soy Santo!”. No dice: “Sed santos, porque es bueno, porque es bello...”. Dice: “¡Porque Yo soy Santo!”. Es Dios mismo quien habla por medio de Moisés. A Moisés le reveló: “Yo soy”. Dios es Aquel que Es. Y quiere llevar al hombre al mismo ser. Le comparte algo al principio y, a medida que el hombre se deja participar de la Palabra de Dios, encuentra en esta palabra a Dios, la energía de vida.
En el mismo Antiguo Testamento vemos profetas y otros justos que “encontrarion”. Los santos del Antiguo Testamento encontraron una energía de vida. No eran simplemente hombres morales, sino hombres en los que y a los que el Espíritu podía hablarles, hombres por medio de los cuales Dos reveló distintas cosas a la humanidad; digamos, las etapas de la aproximación del hombre en su vuelta a Dios, porque Adán, habiendo habitado el Paraíso, “se cayó” de la compañía de Dios.
Pero la aproximación más grande está en Su Cristo, en Su Ungido, en Su Hijo, en Su Palabra. En Cristo tenemos no a Dios hablando por medio de las capacidades y limitaciones de un profeta, que es un hombre como nosotros, con sus propios errores, como vemos en el Antiguo Testamento, sino que Él mismo es quien habla, y la palabra brota distinta. La palabra es, por una parte, más consoladora que la de la Ley del Antiguo Pacto, porque es palabra de vida, palabra de la Gracia, palabra de la energía creadora, si el hombre acepta que esta palabra venga a morar en él.
Es decir, empezamos a partir de un nivel como el del Antiguo Testamento, moral, si no entendemos nada más. Comenzamos a hacer esto, evitando aquello de lo cual se dice que está mal. Y empieza un sentido nuevo. Empezamos, talvez, a darle la potestad al Espíritu para que produzca en nosotros un momento de vida y entendamos en nuestra vida lo que es la vida, y en dónde está la vida... Ese “qué” y ese “dónde”, entendidos como cualidades. Endulcémonos, pues, en lo que nos pide la vida espiritual, y con ese gozo aprendamos a distinguir lo amargo en lo que nos parecía agradable, en eso que llamamos “pecado”.
El misterio de la salvación radica en esa comunión del hombre en la Palabra de Dios, cuando el hombre deja que Dios se comparta con él. Se trata de una apertura recíproca. Insisto: no es algo que se quede en el nivel de la información o de la moralidad, que es solamente un primer plano, un nivel primitivo de la aproximación a Dios, pero desde donde le permitimos, si puede decirse así, al Espíritu de Dios, que por medio de esa palabra nos comparta algo, eso que al compartirse lleva al hombre más allá. Y ese “más allá” no tiene límites, hasta la identidad total del hombre con Dios.
(Traducido de: Ieromonahul Rafail Noica, Cultura Duhului, Editura Reîntregirea, Alba Iulia, 2002)