El amor humano y divino
Muchos creen que aman a Dios, pero lo que verdaderamente aman es a este mundo. Y se engañan, porque el amor divino y el amor mundano no pueden convivir en el mismo corazón, porque se rechazan recíprocamente.
El hombre, cuando se une a su esposa en el Sacramento del Matrimonio, deja a su padre, su madre, sus hermanos y hermanas, y a todos sus amigos, para unirse, por medio de un amor sincero, solamente a su mujer. “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne” (Mateo 19, 5), dice la Palabra de Dios. ¿Ves, entonces, cristiano, qué hace el amor natural y físico? Exhorta al enamorado a dejar todo y a unirse solamente al ser amado. A partir de esto, podemos conocer también el amor divino; de la misma forma se comporta quien está enamorado de Dios, dejando atrás todo: la honra, los honores, las riquezas y el consuelo de este mundo, considerando todo esto como si fuera un desperdicio, por amor a Dios. Todo le parece innecesario y pestilente. Ni siquiera le importa su propia vida, esa que para el hombre común es el más caro de todos los tesoros. Solamente espera en su amado Tesoro, tal como la llamarada tiende a elevarse hacia el cielo, porque hacia allí alza sin cesar sus suspiros, anhelos, pensamientos y su propio corazón. Ahí es a donde vuelve, ahí es en donde mantiene su mente y su corazón, porque ahí está su amado e inapreciable Tesoro: “En donde está tu tesoro, está también tu corazón” (Mateo 6, 21).
Este mismo ejemplo nos enseña lo que es el amor divino. Muchos creen que aman a Dios, pero lo que verdaderamente aman es a este mundo. Y se engañan, porque el amor divino y el amor mundano no pueden convivir en el mismo corazón, porque se rechazan recíprocamente. Si le preguntas a cualquiera: “¿Amas a Dios?”, no te dirá que no, sino que todos te responderán: “¿Cómo no amar a Dios?”. Sin embargo, ellos se aman solamente a sí mismos y al mundo, no a Dios.
Verdadera y digna de creerse es la palabra del Apóstol: “No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él” (I Juan 2, 15). Indudablemente, el corazón del hombre tiende a eso que ama. Así pues, examinémonos a nosotros mismos... ¿es que amamos a Dios? Y esto es necesario, para dejar de engañarnos con apariencias falsas y engañosas. Oremos con perseverancia, pidiéndole a Dios que encienda en nosotros ese amor, por medio de Su Espíritu y para que no nos volvamos enemigos de lo divino, en vez de amar a Dios, como dice el Apóstol: “Cualquiera que desee ser amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios” (Santiago 4, 4).
(Traducido de: Sfântul Tihon din Zadonsk, Despre păcate, Editura Sophia, p. 143-144)