¡El amor no tiene cómo envanecerse!
En su oración, el fariseo hizo visibles todos los rasgos deformes de la autojustificación, teniéndose a sí mismo por justo y puro delante de Dios.
Si bien el publicano había quebrantado los mandamientos dados por medio de Moisés, en cambio, sí que supo cumplir el más importante de los mandamientos de Cristo: se dejó inundar por la santa humildad. El fariseo, en cambio, infringió precisamente este mandamiento, despreciando aquello de lo que habla el apóstol Pablo en su gran himno del amor: “El amor es paciente, es servicial; el amor no tiene envidia, no es presumido ni orgulloso” (I Corintios 13, 4).
El fariseo se ensalzaba en su propia justicia y se veía superior al publicano pecador; esto significa que estaba falto de amor, y quien carece de amor permanece lejos de Dios. En su oración hizo visibles todos los rasgos deformes de la autojustificación, teniéndose a sí mismo por justo y puro delante de Dios. Mientras tanto, los grandes santos nunca se consideraban justos ni dignos ante Dios. Tal es caso del venerable Serafín, que no se llamaba a sí mismo de otra manera que “el pobre Serafín”.
(Traducido de: Sfântul Luca al Crimeei, La porțile Postului Mare, Editura Biserica Ortodoxă, București, 2004, p. 13)
