El amor se traduce en la oración que elevamos por nuestros seres queridos, vivos o difuntos
La oración y los actos de amor jamás son vanos. Si se dice que el difunto era un pecador, con mayor razón tenemos que orar por su salvación, porque está escrito: “¡Pedid y se os dará!”.
“¡Si puedes...! Todo es posible para el que cree” (Marcos 9, 23). Estas palabras son del Señor. No hay salvación sin fe. Los conocimientos humanos tienen límites. La mente del hombre, incapaz de desentrañar sus soberbias dudas y, huyendo del camino de la revelación divina, trata de interpretar todo, incluso el misterio de la vida de después de la muerte.
Hay “eruditos” que afirman que la oración por los difuntos es inútil, que el alma no tiene cómo recibir sus beneficios allí donde se encuentra, y que lo único que le queda es aquello con lo que partió de esta vida. ¡Pero qué dureza de corazón! ¡Qué arrogancia! ¿Cómo puede un corazón amoroso, un corazón que ora en la Iglesia, en la cual todos conformamos un solo cuerpo, permanecer indiferente ante la suerte de una valiosísima alma en su paso a la eternidad? ¿Qué puede impedirle llorar y orar por esa alma? ¿Qué puede impedirle sacrificar todo, con tal de ayudarla? La oración y los actos de amor jamás son vanos. Si se dice que el difunto era un pecador, con mayor razón tenemos que orar por su salvación, porque está escrito: “¡Pedid y se os dará!”. Y aquí se pide, sobre todo, aquello que le agrada a Dios, Quien desea la salvación de todos. Y ya que la oración elevada con pureza de corazón y confianza en la misericordia divina es completamente conforme con la voluntad de Dios, no tiene cómo quedar sin ser atendida, eso sí, si el difunto era un cristiano y uno que había renunciado a Cristo.
(Traducido de: Părintele Mitrofan, Viața repausaților noștri și viața noastră după moarte, Editura Credința strămoșească, Petru Vodă – Neamț, 2010, pp. 241-242)