Palabras de espiritualidad

El auxilio de un santo en la soledad del bosque

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

¡San Nicolás, mira lo que me ha pasado! ¡Ayúdame, mi amado San Nicolás, o vendrán los lobos y me devorarán!”.

Maria Petrovna empezó a creer en Dios, con la ayuda de San Nicolás, como consecuencia de un incidente.

Todo comenzó cuando María decidió ir a visitar a sus familiares en la provincia. No los había visto desde hacía mucho tiempo, así que, viéndose sola cuando su hija y su yerno se fueron de viaje a Crimea y sus nietos se inscribieron en un campamento, decidió ir a ver a sus parientes en el campo. Compró unos obsequios y les envió un telegrama, pidiéndoles que al día siguiente la fueran a esperar a la estación de tren.

Sin embargo, al llegar a su destino, vio que no había nadie esperándola. ¿Qué podía hacer ahora? Uno de los guardianes de la estación le aconsejó lo siguiente:

—Puede dejar su equipaje en los casilleros que hay adentro de la estación. Después, lo que tiene que hacer es seguir este camino unos ocho o diez kilómetros, hasta llegar a un pequeño bosque de abedules, en donde además verá dos altos pinos en un claro. Vaya a donde están los pinos y a un lado verá que hay un sendero. Pocos pasos después encontrará un puente de madera. Atraviéselo y saldrá otra vez al sendero que lleva a otro bosquecillo de abedules. Le tomará poco tiempo cruzarlo e inmediatamente verá las primeras casas del poblado a donde usted se dirige.

—¿No hay lobos en el bosque?

—Hay lobos en la zona, no le voy a mentir... pero no se atreverán a acercársele al sol del mediodía. Por eso, al atardecer tendrá que haber llegado a la aldea.

María Petrovna se puso en marcha. Si bien había crecido en lo rural, luego de veinte años viviendo en la ciudad había perdido el hábito de caminar largamente. Prontó se sintió cansada. Caminó y caminó, no diez, sino quince kilómetros, y no encontró en ninguna parte los pinos, ni los abedules, ni el bosque.

El sol empezó a esconderse detrás de las montañas y el frío anunció que pronto se haría de noche. “Si al menos pasara alguna persona por aquí...”, pensó. ¡Pero no había nadie atravesando el bosque a esas horas! Un profundo temor empezó a inundarle. ¿Y si aparecía algún lobo? Talvez había dejado atrás los dos pinos desde hacía mucho, o talvez estaba a un paso de encontrarlos...

Oscureció. ¿Qué debía hacer? ¿Regresar? Si comenzaba a caminar de vuelta a la estación, llegaría al amanecer. ¡Qué situación tan complicada!

—¡San Nicolás, mira lo que me ha pasado! ¡Ayúdame, mi amado San Nicolás, o vendrán los lobos y me devorarán!

María Petrovna terminó de orar y ya no pudo contener el llanto. Todo era silencio, no se oía ni una voz, nada. Sólo las estrellas brillaban, mudas, en la oscuridad del cielo... De repente, oyó un sonido como de unas ruedas moviéndose, en alguna parte, muy cerca de ella.

—¡Señor, alguien va pasando por el camino!

Corrió a donde se oían las ruedas. En eso, vio que ante ella estaban los dos pinos, y a un lado, el camino que le habían dicho.

—¡He aquí el camino! ¡Qué feliz me siento!

Por el camino iba pasando una carreta tirada por un caballo. Un anciano la conducía. Por detrás parecía una flor de diente de león envuelta en luz: se veía solamente su ancha espalda y su blanco cabello.

—¡San Nicolás, eras tú!

Empezó a llorar y se echó a correr tras la carreta, pero esta había salido ya del bosque. Corrió, gritando con todas sus fuerzas:

—¡Espera!

No pudo alcanzarla.

María Petrovna salió corriendo del bosque. Vio unas cuantas casitas, y afuera de la última de ellas, unos labriegos descansando sobre unos troncos, al calor de una pequeña hoguera. Casi sin aliento, María les preguntó:

—¿Saben a dónde iba el anciano de pelo blanco que acaba pasar por aquí en una carreta?

—Hija, por aquí no ha pasado nadie en carreta... ¡y tenemos más de una hora de estar conversando aquí afuera!

María Petrovna se sintió desfallecer. Se sentó sobre la tierra, sin decir nada, oyendo solamente cómo su corazón latía vertiginosamente, mientras sus ojos no podían contener las lágrimas. Cuando se tranquilizó, se levantó y les preguntó a aquellas personas en dónde encontrar la casa de sus parientes. Después, volviendo la mirada al bosque por última vez, partió en paz.