La Iglesia de Cristo conoce, con su experiencia ancestral, al Dios que en Su esencia está más allá de todo concepto, de todo nombre y de toda imagen. Y, por medio de la última experiencia posible para el hombre, nuestros Padres se hicieron partícipes de este conocimiento, heredándonoslo como un legado invaluable y de conservar. Nuestro generoso Dios no condena nuestra nimiedad y tampoco nos priva del gozo de conocerlo en la medida de Su buena voluntad para con el hombre (Mateo 11, 27).

Nuestro camino al conocimiento de Dios no pasa por los libros, sino por la fe en la Palabra de Cristo. Esta fe hace que nuestra mente descienda al corazón, encendida en el amor por Cristo. Ciertamente, así es como descendemos a lo profundo de este océano que es el corazón del hombre. Y conocemos el precio de ese descenso, porque está condicionado por el peso de nuestros sufrimientos. Ahí, en lo profundo, la mano de Dios nos coge con delicadeza y nos alza al Cielo.

(Traducido de: Arhim. Sofronie Saharov, Fericirea de a cunoaște calea, Editura Pelerinul, p. 162)