Relato de la hermosa fraternidad entre un asceta y un oso
Fueron muchos los años que el monje vivió en aquel lugar, en ayuno, oración y otros trabajos espirituales. En la tradición de lugar se dice que el monje no aceptaba que nadie le llevara comida, porque prefería procurársela él mismo yendo al bosque. Solamente el oso, como un discípulo fiel, le llevaba en verano racimos de moras y otros frutos silvestres.
A comienzos del siglo XIX, en la skete Peştera Ialomiței vivía un monje muy modesto y piadoso. Luego de algunos años, deseando retirarse a orar en lo solitario, partió de la ermita e hizo su morada en una cueva perdida en lo profundo del bosque, llamada aún hoy “Peştera Mică” (Cueva Pequeña o Cueva Menor). El monje desconocía que en ese lugar vivía un oso. Pero, con la ayuda de Dios, en poco tiempo pudo entenderse con el animalito, de tal forma que cada noche ambos dormían dentro de la cueva, y, durante el día, el oso se iba al bosque a buscar sus alimentos, mientras el asceta permanecía orando a Dios.
Fueron muchos los años que el monje vivió en aquel lugar, en ayuno, oración y otros trabajos espirituales. En la tradición de lugar se dice que el monje no aceptaba que nadie le llevara comida, porque prefería procurársela él mismo yendo al bosque. Solamente el oso, como un discípulo fiel, le llevaba en verano racimos de moras y otros frutos silvestres.
Cuentan los relatos de los padres de la época que, un día, un par de cazadores vieron al oso y lo siguieron durante un buen trecho por el bosque. Escondidos entre las moras, lo vigilaron largamente, hasta que el animal regresó a la cueva. Los cazadores decidieron entrar también, para darle muerte. Pero, inesperadamente, vieron que de la cueva salía un anciano monje, quien les dijo:
—¿Qué buscan en esta soledad, hermanos?
—Perdone, padre, somos cazadores. Estamos siguiendo a un oso. Parece que entró en esta cueva.
—Pero ¿acaso les hizo algo malo? ¡Por favor, déjenlo en paz! ¡Créanme, en el bosque encontrarán muchos animales más!
—¡Perdónenos, padre, y ore por nosotros! —respondieron los hombres.
—¡Que Dios los bendiga, hermanos! ¡Vayan en paz!
—¿Quiere que le dejemos algo de la comida que traemos con nosotros?
—Gracias. Déjenla ahí, sobre esa roca.
Antes de partir, los cazadores le preguntaron:
—Seguramente volvermos a pasar por este bosque, padre. ¿Quiere que le traigamos algunas provisiones del pueblo?
—Como les parezca mejor, hermanos.
Luego de algunas semanas, tal como lo habían previsto, los cazadores volvieron al bosque, llevando consigo las provisiones que le habían ofrecido al anciano monje. Pero, al acercarse a la cueva, vieron algo que los estremeció: el monje y el oso se habían ido del lugar, y la comida que dejaron sobre la roca seguía ahí.
Desde aquel día, nadie supo a dónde se fue el monje, ni dónde murió, mucho menos cuál era su nombre. La única bendición que quedó de él es un pequeño manantial que aún hoy sigue dando agua a los caminantes que entran a la cueva. Aún hoy, muchos peregrinos visitan la “Pequeña cueva”, oran y beben agua del manantial del asceta. Y, sin importar cuánta agua se sirvan de la pequeña fuente, esta nunca se seca.
¡Qué grande es Dios entre Sus Santos, el Dios de nuestros Padres!
(Traducido de: Arhimandritul Ioanichie Bălan, Patericul românesc, Editura Mănăstirea Sihăstria, pp. 382-383)