El círculo del bien
“Estoy acostumbrado a sonreír con todos, como si nos conociéramos de miles de años, porque la felicidad es como una torta sobre la mesa: ¡nadie puede comérsela solo!”.
Un día, una chica observó que el cactus que tenía en su ventana empezaba a florecer. ¡Cuatro largos años había esperado ese momento y, finalmente, la plantita decidió darle ese regalo tan especial!
Inmersa en sus pensamientos —la mayoría de los cuales eran de auténtica felicidad por su cactus—, la muchacha salió deprisa para llegar a tiempo a su trabajo. Ya en el vagón del metro, sin darse cuenta le pisó el pie a un hombre de gesto apesadumbrado, pero no reaccionó con enfado cuando este le recriminó su falta de atención (por ejemplo, podría haberle respondido: “Si es usted tan delicado, ¿por qué no tomó un taxi?”), sino que, con una sonrisa, le dijo: “En el nombre del Señor, le pido que no se enfade. No tenía de dónde asirme. Si usted quiere, puede pisarme el pie a mí, para que estemos mano a mano”.
El hombre se contuvo para no decir lo que ya tenía en la punta de la lengua, se levantó y descendió tranquilamente en la estación siguiente, y no reprendió a la vendedora de diarios que, minutos después, se confundió al darle el cambio: “No es nada grave. Cuéntelo otra vez. Yo tampoco me siento hoy como para hacer cálculos exactos…”, le dijo. Por su parte, la vendedora, visiblemente animada, tampoco puso a la venta (con descuento) los diarios del día anterior, sino que se los regaló a un anciano que le preguntó si estaban a la venta, y además le obsequió dos revistas. Al anciano le gustaba mucho leer, y buscaba siempre los diarios más baratos, porque su pensión no le permitía más. Agradecido, el hombre volvió a casa con el paquete de diarios bajo el brazo, y cuando se encontró con la vecina del primer nivel, no le reprochó como siempre (“¡Su hijo salta todo el día en el apartamento como si fuera un caballo, y el escándalo se escucha en todo el edificio! ¿Por qué no lo educa como es debido?”), sino que, con una sonrisa, exclamó: “¡Cómo ha crecido el muchacho! No sé a quién se parece más… ¿a usted o a su marido? ¡Cuando crezca será un hombre formal! ¡Créame, sé bien lo que digo! ¡Que tenga un buen día!”.
Y la vecina llevó al niño a la escuela, para después correr a su trabajo, en el hospital, en donde no regañó a la mujer con problemas mentales que tenía cita para ayer con el neuropatólogo, pero que apareció un día después: “¡No se preocupe usted! ¡También a mí se me olvidan las cosas! Permítame un momento, iré a preguntarle al doctor si tiene tiempo para atenderla hoy”. Y la mujer, a su vez, no empezó a amenazar con poner denuncias y querellas ante todas las instancias posibles, incluyendo el tribunal de Estrasburgo, exigiendo que se le prescribiera un medicamento milagroso que aún no ha sido inventado, sino que se disculpó con el médico: “Por favor, no crea que en esta cabeza ya no queda nada de mente… pero sé que la vejez no se cura. Perdóneme, señor doctor, por haberle cambiado todo el orden de sus citas. Yo vengo a verle como si se tratara de mi trabajo…”.
Esa noche, cuando volvía a su hogar, el médico se encontró en la calle con una ancianita que vendía flores. Pensó: “¡Así de rápido se nos va la vida…!”. Se detuvo, compró un ramo de flores para su esposa, y después también pasó comprando un pastel. “¡Todo el tiempo estamos discutiendo! ¡Pareciera que todavía somos niños!”, le dijo al entrar a casa. La abrazó y la besó, y le dijo: “Mira, te traje un pastel, pero no me di cuenta y parece que lo aplasté un poco con esta carpeta que me traje del consultorio… ¡Pero no pasa nada, porque esto no cambia en nada su sabor y su aroma! También te traje unas flores… Según veo, creo que vienen un poco magulladas. ¡Pero un poco de agua las reavivará!”.
“¡Claro que el agua las reavivará!”, respondió confiada la esposa. “Nosotros las haremos revivir. Imagínate: hoy, antes de salir afuera, descubrí algo lindísimo. ¿Qué crees? ¡El cactus floreció! ¡Ven a verlo!”.
¡Qué relato tan aleccionador! El hombre bueno te enseña a hacer el bien. sin coaccionarte, sin reprenderte. Recuerdo unos versos muy simples del cantante Sergéi Trofimov:
“Estoy acostumbrado a sonreír con todos,
como si nos conociéramos de miles de años,
porque la felicidad es como una torta sobre la mesa:
¡nadie puede comérsela solo!
Estoy acostumbrado a sonreír con todos,
y estoy convencido de que así será:
en el peor momento, cuando me amenace la tristeza,
¡alguien me sonreirá a mí!”
(Traducido de: Konstantin V. Zorin, Dacă puterile sunt pe sfârșite. Războiul și pacea omului cu el însuși, traducere din limba rusă de Eugen Tănăsescu-Vlas, Editura Sophia, București, 2015, pp. 117-119)