Palabras de espiritualidad

El cristiano perseverante no es un tonto optimista que recibe toda clase de bofetadas sin propósito alguno

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

El cristiano que lucha es una persona llena de esperanza, un hombre feliz, sincero, honrado, natural y humilde.

Las lágrimas de Adán por el Paraíso perdido eran también el comienzo del discernimiento, de la pureza y de la contrición ante la iluminación e inocencia que tuviera en aquel lugar. Precisamente esta es la primera necesidad del corazón del hombre: el deseo esencial de renunciar a las pasiones. Luchar, de acuerdo a la tradición ortodoxa, con paciencia, perseverancia, lucidez y atención, sincera y humildemente, para conocer sus propias posibilidades y limitaciones; además, orar y meditar, llorar y humillarse, para tener una vida interior. En esa bella y santa lucha, en pos de la purificación, el agonoteta (del griego agonothetes, que era quien presidía los certámenes y concursos) es el Mismo Cristo, a Quien invocamos para seguirle con fe, con amor, libremente, con alegría, con afecto y abnegación.

La esclavitud de las pasiones es dolorosísima. El hombre, olvidándose de Dios, “diviniza” la materia y a sí mismo también. Con esto se predispone a la indecible desgracia de una vida de pecado. Su alejamiento de Dios le causa una fuerte soledad, una atemorizante anarquía, un implacable vacío. No se alegra, nada le satisface, no se siente realizado y tampoco tiene sosiego. Sin Dios, todo carece de alegría y sentido, todo es oscuro. Las relaciones con los demás se vuelven conflictivas, tediosas, problemáticas. La falta de razón domina. La corrupción se adueña de todo. El hombre es llevado a hacer lo que no desea, aquello para lo cual no fue creado. Pero, en vez de sacudirse y espabilar, se justifica a sí mismo y, de cierta manera, se burla de sí mismo. Incluso llega a reñir con Dios, como si Él fuera el culpable de su estado.

Las pasiones impiden la comunicación normal del hombre con Dios. Es como si el individuo se hallara atado con una pesada cadena, en un oscuro calabozo, incapaz de vivir la vida. Pero no puede o no quiere hacer lo necesario para librarse de aquella situación. Su voluntad es ociosa, su valentía demora mucho en reaccionar, su determinación se ve demorada una y otra vez. No quiere entrar en importantes luchas y en infortunios. Así es como hemos aprendido a vivir. Seguimos justificando nuestro estado, aunque no nos sintamos tan bien. Pero la decisión depende de nosotros. La libertad que Dios nos concedió de ninguna manera podría ser anulada por Él mismo, porque respeta completamente el libre albedrío del hombre.

Podría decirse que la pasión es un enlodamiento, un letargo, cautiverio. Al hombre se le dio la potestad de hacer lo que es agradable a Dios, como sacudirse los lazos de las pasiones destructivas y letales para el alma. Todos tenemos pasiones, pequeñas o grandes, evidentes u ocultas, conocidas o desconocidas, temporales o permanentes, de las cuales decimos que queremos librarnos... el problema es que no nos gusta pasar a la acción. Sabemos que la victoria sobre las pasiones es algo difícil de lograr solamente con nuestras propias fuerzas. Sin embargo, todo es posible con la ayuda del purísimo Cristo, Quien voluntariamente padeció hasta la cruz por nosotros, pecadores. Cristo padeció vountariamente, y voluntariamente somos llamados a seguirle y crucificar nuestras pasiones, crucificándonos con Él. Es absolutamente necesario este ascenso al primer peldaño, con nuestra firme voluntad, con el deseo de nuestro corazón y una profunda disposición. De otra forma no se puede. Nuestra voluntad es una premisa fundamental, nuestra entera voluntad para poder librar esta lucha. El Señor no es el soberano de unos individuos sin voluntad, sin libertad y sin un propósito, sino el Padre de unos hijos amados que desean incansablemente su salvación. Él quiere salvarlos a todos y llevarlos al conocimiento de la verdad, pero esto es algo que ellos deben desear y ponerse a trabajar para conseguirlo.

Así, el hombre está llamado a buscar y encontrar sus fuerzas más recónditas, activarlas y ponerlas en movimiento. Claro está, no se trata de un asunto fácil o agradable. Porque las pasiones que dejamos en nuestro interior empiezan a ganar terreno, echan raíces y hasta llegamos a amarlas. Por eso es tan difícil echarlas afuera, arrancándolas de raiz: es algo que te hace sangrar, es algo que te cansa, te duele. Con mis pasiones he aprendido a vivir, a dominarlas, a imponérmeles, a que me reconozcan... incluso he logrado que me honren. Siento, de algna forma, un contento, una satisfacción, una seguridad. Dice el anciano Emiliano de Simonopetra: “Cuando por algún motivo me inunda la ira, y quiero volver a la mansedumbre, siento como si me perdiera a mí mismo, como si ya no pudiera volver a ser yo quien manda. Cuando soy orgulloso y quiero hacerme humilde, tengo la impresión de que todos pasarán sobre mí. Con mi orgullo, tengo la impresión de que soy algo. Es necesario, pues, vaciarme de mí mismo para que esa pasión se vaya de mí”.

Si quiero librarme de una pasión, lo primero que tengo que hacer es desear fuertemente que esto ocurra. Esa pasión es el alambre con púas, el muro, la frontera que me separa de Dios. De acuerdo al Santo Apóstol Pablo, las pasiones constituyen una enemistad con Dios. Desde luego, no es suficiente con desearlo fuertemente. Es necesario materializar ese anhelo y que aquel impulso, que hoy es enemistad con Dios, se convierta en algo agradable para Él. Esto significa que debo conseguir que esa pasión se transforme. Debo dejar el mal y empezar a amar el bien. Dejar que se desarrolle el deseo santo, el divino amor, la atracción de Dios, el don de la pureza. Este encendido anhelo le ofrece al individuo una felicidad interior. No está permitido que el que lucha contra sus pasiones se muestre apesadumbrado, irascible, intranquilo, temeroso, triste, enfadado, o dividido en su interior. Cuando en el trabajo espiritual falta el optimismo —entendido como la esperanza y la alegría verdadera—, es que algo no va bien.

Nuestro afán debe entretejerse con la tristeza y la alegría. Con la alegría, ya que esperamos en Cristo Crucificado y Resucitado, Vencedor del dominio de la muerte, del pecado y del demonio. Y tristeza, porque nosotros, con nuestras pasiones, entristecemos a Dios y, sin motivo alguno, nos apartamos de Sus brazos. Los cristianos que luchan no son unos tontos optimistas que reciben toda clase de bofetadas sin propósito alguno, unos ingenuos, superficiales, torpes, raros y distraídos. Si fueran así, no serían verdaderos cristianos. El cristiano que lucha es una persona llena de esperanza, un hombre feliz, sincero, honrado, natural y humilde.

(Traducido de: Monahul Moise Aghioritul, Omorârea patimilor, Editura Εν πλω, Atena, 2011)