Palabras de espiritualidad

El deber de trabajar nuestra salvación día tras día

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

El cuidado principal del creyente debe consistir en acumular cada día más acciones virtuosas y luchar contra las tentaciones del pecado.

La doctrina de nuestra Santa Iglesia nos enseña con suficiente claridad que el deber más grande y la principal preocupación del hombre en esta vida debe ser la salvación de su alma. No hay nada más valioso en este mundo que la salvación del alma. Esto nos lo dice Cristo Mismo, con las palabras: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? (Marcos 8, 36-37). Si estas palabras las hubiera dicho algún profeta, un apóstol, o incluso un filósofo, no le daríamos la credibilidad del caso, pero, ya que fue nuestro Señor quien las pronunció, es nuestro deber creer en ellas. Estas palabras tendrían que estar escritas en todos los cruces de caminos, con letras grandes y luminosas, para que todos podamos mantenerlas en nuestra mente todo el tiempo.

Si a un lado pusieran todos los bienes de este mundo, y al otro lado, la promesa de la salvación del alma, un verdadero cristiano elegiría la salvación, sabiendo bien que todas las cosas terrenales son pasajeras, porque aquí las encontramos y aquí tendremos que dejarlas. Nadie sabe cuándo, cómo y en dónde lo encontrará la muerte. En verdad, de todo lo que hay en este mundo, nada nos llevaremos con nosotros. Desnudos venimos, y desnudos nos iremos, acompañados, eso sí, de nuestras acciones, tanto las buenas como las malas.

Después de un juicio muy justo, Dios nos recompensará el bien que hicimos, con el más grande de todos los bienes: la felicidad del Paraíso. Y el mal nos será pagado con los horribles tormentos del infierno. Entonces, el cuidado principal del creyente debe consistir en acumular cada día más acciones virtuosas y luchar contra las tentaciones del pecado. Si alguien desea una cosa material determinada, como una casa, un automóvil, etc., cuando tiene la oportunidad, la compra, sin importarle el precio. Luego, si por las cosas perecederas estamos dispuestos a dar cualquier precio, ¡pensemos cuánto tendríamos que dar por un alma, y qué grande es su valor!

(Traducido de: Arhimandritul Serafim ManCrâmpeie de propovăduire din amvonul Rohiei, Editura Episcopiei Ortodoxe Române a Maramureșului și Sătmarului, 1996, pp. 21-22)