Palabras de espiritualidad

El desenfreno nos aparta de Dios

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

El desenfreno no es un pecado cometido irreflexivamente, como la ira. Este pecado siempre es cometido de forma voluntaria, con todo el conocimiento.

Nos resulta muy difícil orar por las personas que han caído en el pecado del desenfreno. La renuncia a Cristo y ese mismo pecado levantan un muro entre el hombre y Dios, que nos impide elevar oraciones por nuestros familiares y conocidos, incluso por los sacerdotes. Tal como renunciar al Hijo del Hombre lleva a apartarse de la Iglesia, lo mismo se puede decir del desenfreno, sobre todo si después haberlo cometido no viene un período de contrición y humildad. Inevitablemente, esto lleva a la pérdida de la fe. Todos conocemos esos casos, tanto entre laicos como entre los clérigos —apartados de su función sacerdotal (Regla XXV de los Santos Apóstoles y Regla III de San Basilio el Grande)— quienes han terminado volviéndose ateos. Los reconocemos por la forma en que miran a los demás.

Solamente la humildad y una profunda contrición pueden hacer que los adúlteros y los licenciosos vuelvan a Dios, tal como lo hiciera el Apóstol Pedro, quien negó a Cristo, y quien “saliendo afuera, lloró amargamente” (Mateo 26, 75). La renuncia a Dios puede ser impulsiva, como en el caso del Apóstol Pedro. En lo que respecta al desenfreno, para que sea “perfecto”, requiere de un poco de tiempo, de un cierto cálculo. No puede considerársele un pecado cometido irreflexivamente, como la ira. Este pecado siempre es cometido de forma voluntaria, con todo el conocimiento.

Incluso un crimen puede ser cometido por equivocación. Por su parte, la persona que cae en el desenfreno siempre tiene el tiempo suficiente para concientizar la gravedad de sus actos, y preguntarse: “¿Qué es lo que quiero hacer?”, aunque después se aparte del pecado solamente con su cuerpo, pero no con el corazón. El desenfreno es una cosa terrible, cuando el hombre entiende las dimensiones de lo que acaba de cometer.

El hombre que cae en el desenfreno es peor que la mujer que comete ese mismo pecado, tal como decimos que una mujer ebria es peor que un hombre ebrio, porque la mujer que sufre por causa de la bebida difícilmente podrá sanar esa pasión. El hombre adúltero es execrable también por el hecho de que él, consciente e inconscientemente, se cree inocente. “Nuestro deber no es procrear hijos, sino divertirnos y después huir”, parecer ser uno de los principios vulgares que mueven a esta clase de personas. La mujer, especialmente si es joven, se halla siempre sometida al peligro. Como lo demuestra la experiencia de las guerras, los desenfrenados se creen formidables, pero cuando se trata de tomar las armas y defender su patria, son los más pusilánimes de todos.

Conocemos casos de mujeres licenciosas que, después de haberse arrepentido, han alcanzado la santidad. Tenemos el ejemplo de Santa María de Egipto. Jesús Mismo les dijo a los ancianos y a los sacerdotes judíos: “Os aseguro que los publicanos y las mujeres adúlteras entrarán en el Reino de Dios antes que vosotros”. No habló de “adúlteros”.

No conocemos a ningún hombre que, habiendo sido un desenfrenado, un adúltero, se haya arrepentido y haya alcanzado la santidad. No hay, entre ellos, alguien como María de Egipto.

(Traducido de: Pr. Prof. Gleb KaledaBiserica din casă, Editura Sophia, București, 2006, pp. 214-215)