El dolor de la vida sin Dios
Todo bien, el bien mismo, viene de Dios. Sin Dios, la vida duele. Y esto se manifiesta de forma distinta para cada persona. Para mí, lo más importante es entender cuál es el dolor del que está frente a mí.
Es un gran reto para nosotros cuando nos encontramos con personas que dicen que no creen (en Dios). Cuando alguien se dirige a mí desde ese estado de incredulidad, también yo le hablo partiendo desde ese mismo punto. Y le pregunto cuáles serían las ventajas que obtendría si creyera. Después, también le digo que la fe es un don de Dios que se nos da cuando lo pedimos. Y después trato de motivarle para que haga esa petición. Y el punto de partida es el dolor, la aflicción o el descontento por la vida que tiene.
Este es precisamente el momento propicio para hablarle y explicarle que la vida duele si no es dirigida conscientemente hacia el bien, la salud y la alegría. Y es que todo bien, el bien mismo, viene de Dios. Sin Dios, la vida duele. Y esto se manifiesta de forma distinta para cada persona. Para mí, lo más importante es entender cuál es el dolor del que está frente a mí. Cuando entro en contacto con el dolor del otro, puedo hacer de ese dolor “carne de oración” por él.
Su dolor vibra en mí, me duele sin convertirse en mi dolor, pero lo siento y esto hace posible la oración como si fuera para mí mismo, como cuando me duele algo. De lo contrario, no podré orar, sino que elegiré aconsejar al otro: “haz esto y aquello”. Los psicólogos llaman “empatía” a esto. Sentir al otro. Y para poder sentir al otro necesitamos callar y escuchar. Y apartarnos de nosotros mismos mientras escuchamos. Muchas personas, mientras callan y el otro habla, piensan: “¿Qué consejo le daré?”, “¿Qué puedo hacer por él?”. Es inútil. Esa persona simplemente necesita que la escuchen. Es muy peligroso dar consejos, porque el otro asume lo que le dices tú y lo inserta en su propia biografía, en su vida, aunque sea algo que no le corresponda.
Atención: escuchar al otro es el mejor camino para llegar a su corazón, y es ahí a donde viene y en donde obra la Gracia que pedimos al escuchar.
Y, para distendernos un poco, pero siempre pensando en nuestro provecho espiritual, pondré como ejemplo una escena cotidiana: la esposa se planta frente a su marido, que está leyendo en el sofá, ataviada con un elegante vestido de color púrpura (más tarde los esperan en una fiesta). Además, en cada mano trae un par de zapatos. Con tono serio, le pregunta al marido: “¿Qué zapatos sugieres que lleve a la fiesta, querido? ¿Los verdes o los amarillos?”. El hombre levanta la mirada para ver lo que le está enseñando su esposa, se queda callado unos segundos, y dice: “¡Los amarillos!”. Ella responde: “¡Ah! Sabía que los verdes nunca te han gustado, y que jamás te gusta lo mismo que a mí…”. “Está bien, amor, ponte los verdes”. Y ella salta: “¡Ah! ¡Lo dices solamente para que te deje en paz!”. “De hecho, ni me interesa...”.
Y así es como empieza una de tantas mini-tragedias familiares… De hecho, ¿qué es lo que realmente quiere la esposa en tales situaciones? Que la mires y le digas: “Eres tan hermosa… ¡No importa lo que te pongas, realmente te ves estupenda! A mí me gustas tú, no los zapatos que elijas para ponerte”. Y si no fuera tan hermosa, ¡se hará! ¡Justamente, cuando le digas que lo es!
(Traducido de Monahia Siluana Vlad, Doamne, unde-i rana?, Editura Doxologia, Iași, 2017, pp. 78-80)