El don más grande de Dios para el hombre
La vida cristiana es un compromiso con Dios desde nuestra situación de ya resucitados de entre los muertos, no desde la situación del hombre que aún debe resucitar.
El principal problema es que tendemos a asumir que hay muchas cosas que los fieles ya conocen porque las han vivido. Los oficios litúrgicos implican una cierta dignidad del hombre para participar en ellos, y nosotros, de cierta forma, consideramos que todos tienen ya esa cualidad; por eso, partimos desde un punto ya avanzado, y no desde el lugar en el que realmente se encuentra el hombre. La salvación no es obrada por solamente por el hombre, sino por el hombre en colaboración con Dios, y Dios ayuda al hombre a salvarse en la medida en que este se compromete en esa tarea: al menos debe ser receptivo a lo que Dios hace por él. Si fuéramos, en todas las facetas de nuestra vida, de la forma en que es considerado el hombre en el momento de su Bautismo—muerto para el pecado y vivo para Dios; resucitado de entre los muertos—, sabríamos que en esto consiste, de hecho, la vida cristiana. La vida cristiana es un compromiso con Dios desde nuestra situación de ya resucitados de entre los muertos, no desde la situación del hombre que aún debe resucitar, no desde el estado del hombre que todavía debe terminar con algunos pecados, sino desde la situación del hombre que ha terminado ya con sus pecados.
“Lo mismo que antes entregasteis vuestro cuerpo al servicio de la inmoralidad y el desorden, para vivir desordenadamente, así ahora entregadlo al servicio de la justicia, para vivir consagrados a Dios”, escribía el Santo Apóstol Pablo a los cristianos de Roma (Romanos 6, 19). Si estuviéramos en esa situación, ya no tendríamos que luchar contra determinados aspectos negativos de nuestra vida, sino que tendríamos ante nosotros solamente el camino que lleva al Cielo.
(Traducido de: Arhimandritul Teofil Părăian, Cum putem deveni mai buni – Mijloace de îmbunătăţire sufletească, Editura Agaton, p. 55)