Palabras de espiritualidad

El hijo, ese enviado de Dios que une a los esposos

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Cada hijo es la prueba de que Dios Mismo se ocupa del destino de los almas de los esposos, y de que Su presencia no es ajena al amor terrenal, tanto paternal como filial.

De la infancia se dice que es “una prolongación del cielo en la tierra”. En verdad, podría decirse que seremos cristianos en la misma medida en que hayamos sabido guardar algo de infancia en nuestro interior. Cada niño es como un brote del paraíso, un rayo de luz desde el mundo de los ángeles. “Cada ser espiritual es, por naturaleza, un templo de Dios, creado para recibir en su interior la grandeza de Dios” (Orígenes, Comentarios sobre San Mateo). Pero, cada niño trae consigo una norma, una responsabilidad que concierne a sus progenitores. El nacimiento de un niño no es una repentina invención humana. Tal como Cristo amó tanto a Su Iglesia, hasta entregarse por Ella (Efesios 5, 25), y el esposo ama a su esposa hasta ofrendar su vida por ella, del mismo modo los padres tienen obligaciones para con sus hijos (Efesios 6, 4). De hecho, los padres no tienen la libertad de elegir si aceptarlos o rechazarlos, si criarlos o dejarlos en el abandono. Los esposos no pueden suprimir la intención divina. Los hijos son de los padres y de Dios, al mismo tiempo. Como una bendita “invención” del amor de Dios, el niño une a los esposos, en un solo pensamiento y un solo sentir. Él es quien verifica su amor, quien lo mantiene y quien lo hace eterno, porque en él los esposos han encarnado el mismo amor. Cada hijo es la prueba de que Dios Mismo se ocupa del destino de los almas de los esposos, y de que Su presencia no es ajena al amor terrenal, tanto paternal como filial.

(Traducido de: Pr. Prof. Ilie Moldovan, Darul sfânt al vieții și combaterea păcatelor împotriva acestuia, Ed. Institutului Biblic și de Misiune al Bisericii Ortodoxe Române, București, 1997, p. 14)