Palabras de espiritualidad

El hombre como prisionero de la caída en pecado

  • Foto: Adrian Sarbu

    Foto: Adrian Sarbu

Yo, maniatado y sometido por esas cadenas interiores, no puedo orar a Dios, hasta que Él, viendo mi impotencia, mi humildad y mis lágrimas, se apiade de mí y me envíe el Espíritu Santo.

Si no existiera la Gracia Divina, ninguno de los pecadores se dirigiría a Dios, porque la capacidad del pecado de sumirnos en las tinieblas nos ata de pies y manos. Sin embargo, el tiempo y el lugar para la acción de la Gracia se encuentran solo aquí: después de morir, las oraciones de la Iglesia por los pecadores contritos pueden tener efecto únicamente sobre aquellos que tienen ese deseo en el alma y la luz de las buenas acciones con la que partieron de esta vida, y también sobre aquellos otros a los que se pueden aferrar el don del Espíritu Santo o las fructíferas oraciones de la Iglesia. Los pecadores impenitentes son, sin duda, hijos de la muerte.

¿Qué podría decirme la experiencia, cuando he caído en lo profundo del pecado? Algunas veces, paso el día entero lleno de sufrimiento y no me puedo acercar (a Dios) con todo el corazón, porque el pecado me crispa, impidiendo que pueda alcanzar Su misericordia. Es como si me quemara una potente llama y yo me quedara ahí de buen grado, porque el pecado me ha atado las fuerzas. Y yo, maniatado y sometido por esas cadenas interiores, no puedo orar a Dios, hasta que Él, viendo mi impotencia, mi humildad y mis lágrimas, se apiade de mí y me envíe el Espíritu Santo. No en vano el hombre, tan sujeto a los errores, es llamado “el prisionero de la caída en pecado”.

(Traducido de: Sfântul Ioan de KronstadtCum ne mântuiește Dumnezeu, Editura Sophia, București, 2012, p. 12)