El inefable misterio del amor
En el fondo, el amor divino es entrega y abnegación, siempre y todo el tiempo en beneficio del ser amado. Esta es la manera en que los sentimientos son transfigurados por la acción de la Gracia.
Amar a tu prójimo del mismo modo en que Dios nos ama a cada uno de nosotros, ese es el modelo del único y verdadero amor, tanto en lo que respecta al matrimonio, como al hablar del amor al semejante. Dios mismo distingue al amor divino de los sentimientos humanos: “Aquel que ama a su padre o a su madre más que a Mí, no es digno de Mí”. Esta advertencia del Señor es difícil de entender, si desconocemos que, en el idioma griego, en el cual fue escrito el Evangelio, hay muchas palabras para denominar al amor, cada una con un significado propio. Aquí, con relación a los sentimientos humanos de amistad y afecto, Jesús utiliza la palabra phileo, que traduce el hebreo reitri. Así, Cristo nos pone en guardia contra una afectación sentimental excesiva, que podría oscurecer al verdadero amor divino. En general, el amor divino se traduce en griego como ágape, que corresponde al hebreo ahavah. “Dios es amor”, “el amor de Dios”, que es el amor que Dios nos tiene a nosotros, pero también el mandamiento: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. [...] y a tu prójimo como a ti mismo” o: “Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros, como Yo os he amado”. En todas partes, en dichos pasajes, se utiliza la palabra ágape. Este ágape, este amor, del cual los grandes Padres de la Iglesia dicen que no es más un nombre (humano), sino la misma esencia de Dios, diferencia la naturaleza no-creada y divina, de los meros sentimientos humanos, que, de cualquier manera, siguen siendo limitados. Es un amor carismático y que perfecciona el misterio de la unidad de la familia. En el Sacramento del Matrimonio, el amor humano es santificado y amplificado por ese don celestial. Suele ocurrir que los novios reciban, antes de casarse, la dote de este amor-ágape, precisamente con antelación al matrimonio. Pero es necesario discernir: sin ese amor-ágape, ningún matrimonio podría subsistir. Terminaría derrumbándose, desintegrándose, rompiéndose. La unión es imposible sin el soporte del amor divino de Aquel que es Uno por naturaleza. La pasión, esa que muchas veces sentimos por la otra persona, no es amor. A menudo, en semejantes casos se trata de un sentimiento egocéntrico, vuelto hacia la propia persona, hacia el propio “yo”, y que termina consumiéndose a sí mismo. Por tal razón, los Padres de la Iglesia definieron esa forma de “amor” como philotes, es decir, amor a uno mismo, que es lo contrario al amor-ágape. En el fondo, el amor divino es entrega y abnegación, siempre y todo el tiempo en beneficio del ser amado. Esta es la manera en que los sentimientos son transfigurados por la acción de la Gracia. Si esto no ocurre, permanecerán atrofiados, cercenados de su plenitud potencial y original.
La realidad del amor humano se encuentra en la comunión entre el hombre y Dios, Quien es el único amor perfecto. Hacerte uno con Dios, unírtele a Él, ese ese el propósito principal de la vida espiritual. Solamente después de haber alcanzado tal comunión se puede decir que está fundamentada en el amor. Desde luego que Dios sale al encuentro de los sentimientos humanos, pero para transfigurarlos. Él mismo vivió sentimientos humanos, pero iluminados por Su amor divino. Al igual que todos los dones creados, los sentimientos humanos siguen siendo huamanos, manteniendo una cierta imperfección, si no son perfeccionados con los carismas divinos no-creados. El deseo de ser uno con la persona amada puede provenir tanto de un egoísmo exclusivista como de un don divino. El deseo carismático de ser uno con el otro se manifiesta, en primer lugar, con la renuncia a uno mismo en favor del otro, la renuncia al “yo” atado al pasado, a la educación y a las imágenes creadas de sí mismo o recibidas de los demás. El amado se convierte, así, en algo más importante que la vida propia, cuestionando la propia persona, es decir, todos sus viejos hábitos, todos los pequeños placeres que le deleitaban, quizás un cierto egocentrismo. Tal clase de amor abre la senda a perder el alma y verla renacer más viva y cierta, revelada en la mirada llena de amor del otro. En la comunión del amor carismático, el alma muere para resucitar. Solamente el amor divino realiza la comunión entre el hombre y Dios, y la comunión entre los hombres, porque, en Dios, entre amor y comunión domina un acuerdo perfecto.
La pasión humana lleva al egocentrismo y al amor a uno mismo. El hombre se ama a sí mismo, por medio del otro, proponiéndose su propia imagen y no descubriendo el ser profundo del otro. No ama al otro, sino a sí mismo. El amor divino, en cambio, revela la realidad del otro, su verdadera hipóstasis. Los Padres de la Iglesia afirman que sólo el amor divino puede hacer que dos seres se vuelvan uno solo. Ninguna otra forma de amor podría realizar esta comunión, sino que, al contario, terminan generando y amplificando el el egoísmo y la separación. La unidad de la pareja se realiza en la medida en que ambos obran el amor no-creado, que recibieron completamente como un don celestial por medio del Sacramento del Matrimonio. La comunión se alimenta con el amor. Sin amor, no puede hablarse de comunión. Y, tal como la oración, que, siendo amor, se alimenta también del amor, descubrimos, he aquí, el carácter indispensable de la oración común, por medio del cual la pareja puede hundir profundamente sus raíces en el ágape. El Matrimonio es el Sacramento del Amor, precisamente porque contiene el Misterio de la Unidad.
(Traducido de: Pr. Michel Philippe Laroche, Un singur trup - Aventura mistică a cuplului, Editura Amarcord, Timişoara, 1995; p. 25-28)