Palabras de espiritualidad

El infierno resumido en dos palabras: “¡Demasiado tarde!”

    • Foto: Ioana Stoian

      Foto: Ioana Stoian

Solamente el permanente recuerdo de la muerte puede motivarnos a vivir de una forma tal que nunca tengamos que escuchar esas terribles palabras, esa terrible sentencia

Lo que evocamos ahora es muy importante, porque influye en nuestra actitud ante la muerte. La muerte nos lanza un reto: crecer hasta alcanzar la plenitud, conducidos por una aspiración permamente, esforzándonos constantemente en ser todo lo que podemos ser, sin esperanza alguna de que en determinado momento habremos de ser más buenos, si hoy no procuramos ser como debemos ser.

En “Los hermanos Karamázov”, Dostoyevski dice que el infierno puede resumirse en dos palabras: “¡Demasiado tarde!”. Solamente el permanente recuerdo de la muerte puede motivarnos a vivir de una forma tal que nunca tengamos que escuchar esas terribles palabras, esa terrible sentencia: “¡Demasiado tarde!”. Palabras y gestos que podrían restablecer una relación... nada de eso será ya posible. Esto no significa que debamos abandonar cualquier intención de realizar algo en este sentido; hay cosas que podremos realizar más adelante, aunque a un precio mucho mayor, que podría implicar duras agitaciones espirituales.

Quisiera poner un ejemplo, para explicarme mejor. Hace muchos años, un anciano de unos ochenta años vino a visitarme. Quería pedirme un consejo, porque no podía seguir viviendo en ese estado de agitación y turbación que le venía dominando desde hacía sesenta años. Durante la guerra civil rusa, había matado a una muchacha que amaba y que le amaba a él. Se querían mucho y tenían la intención de casarse, pero, durante uno de esos terribles combates, ella atravesó accidentalmente la línea de fuego, justo cuando él acababa de disparar su fusil... Los siguientes sesenta años fueron una tortura para él. No sólo le había quitado la vida a una persona, sino que también le había arrancado de tajo su preciosa existencia a aquel ser que tanto amaba.

Me contó que había orado muchas veces, implorando el perdón de Dios; además, se había confesado lleno de arrepentimiento, había recibido la absolución de sus faltas y había comulgado con la Santa Eucaristía. Ciertamente, había hecho todo lo que su mente le dictaba y los demás le aconsejaban para recobrar la paz, pero sin resultado alguno. Bajo la inspiración de la Gracia y movido por una profunda simpatía y compasión, le dije: “Le has hablado a Cristo, a Quien tú no mataste, y a varios sacerdotes, a quienes jamás les hiciste daño alguno... Sin embargo, ¿por qué nunca se te ocurrió dirigirte directamente a esa chica que mataste, pidiéndole que te perdone?”. Se quedó asombrado. ¿Acaso Dios no puede perdonar? ¿No es Dios el único que puede perdonar los pecados de los hombres? En verdad, así es. Pero le sugerí que si la chica que había matado le perdonaba, quizás podría interceder por él y Dios Mismo no se quedaría indiferente ante esa petición. Así, le recomendé que, después de hacer sus oraciones nocturnas, se quedara un tiempo despierto y le hablara con el alma a la chica, manifestándole el dolor y la turbación de aquella mente y aquel corazón vacíos, sufrimientos que había soportado durante toda su vida, y que le pidiera perdón, rogándole después que intercediera por él para Dios que le enviara la paz a su corazón, como señal de que había sido perdonado. Así lo hizo, y en un momento dado esa paz tan esperada vino a su interior. Luego, aquello que ha quedado sin resolver en el mundo puede encontrar una solución, y lo que no fue perdonado en esta vida puede ser sanado más tarde, eso sí, pagando el precio de varios años de dolor y remordimiento, desasosiego y lágrimas.

(Traducido de: Mitropolitul Antonie al Surojului, Viaţa, boala, moartea, Editura Sfântul Siluan, 2010, p. 85-87)