El martirio de seis mil monjes, en la noche de la Resurrección del Señor
En ese momento, vieron tres columnas de fuego descendiendo del cielo sobre el lugar de martirio de los seis mil monjes, haciendo que aquella oscura noche pareciera un día lleno de sol. Vieron también las coronas de rosas descendiendo sobre el monasterio. Pero hubo dos coronas que no bajaron completamente, sino que quedaron como flotando en el aire…
El anuncio del ángel
«Mientras tanto, antes de empezar los maitines de la Pascua, un ángel de Dios se le apareció al hieromonje Arsenio, higúmeno del Monasterio de la Resurrección del Señor, y le dijo:
—Cristo os llama (a todos) a Sus moradas celestiales. ¡Esta noche seréis degollados por las espadas de los persas! Aquel que quiera salvar su vida, que huya y se esconda. Quien no tema morir, será atravesado por la espada, pero Dios lo coronará. ¡Ve y díselo a los demás monjes!
Y, diciendo esto, se hizo invisible.
El padre Arsenio, lleno de tristeza, se sumergió en un mar de pensamientos. ¿Cómo decirles a los demás monjes, quienes habían venido a celebrar la luminosa Resurrección del Señor, que habrían de morir a manos de los mahometanos?
En un momento dado, su discípulo entró a la celda. Viendo al padre inmóvil, con el rostro lívido por causa de un fuerte dolor espiritual, sintió una gran confusión.
—¿Qué pasa, padre? ¿Está usted enfermo?
—¡Perdóname, hijo…! ¡No…!
—Entonces ¿qué lo tiene sumido en tanta tristeza?
El padre guardó silencio por unos instantes. Después, con un profundo suspiro, empezó:
—Hace unos minutos vino a visitarme un ángel de Dios —dijo con un hilo de voz—. Me anunció que todos los que estamos en el monasterio hemos sido invitados a la cena celestial con Cristo. Esta noche vendrán los persas a matarnos. El ángel me ordenó que se los dijera a todos. Quien quiera salvarse, aún tiene tiempo para huir; quien decida quedarse, morirá. Realmente no sé qué hacer… Hay muchos hermanos que vinieron a festejar la Pascua con nosotros… ¿y ahora tengo que decirles que esta misma noche morirán de una forma terrible?
—¡No se entristezca, padre! —dijo el monje—. El Señor nos está llamando. ¿Quién podría rechazar Su invitación? Creo que no habrá un solo monje que rehúse tal forma de martirio. Vaya a decírselo a los demás, y estoy seguro que todos aceptarán con gozo, preparándose para encontrarse con el Señor.
Poco tiempo después, todos los monjes ya sabían la noticia. Y todos, del más joven al más viejo, se prepararon para beber del cáliz amargo de la muerte, que habría de regalarles la dulzura de la eternidad. No obstante, hubo dos novicios que, asustados, decidieron abandonar el monasterio inmediatamente. Atravesaron el pequeño bosque, pasaron cerca del Monasterio de San David, y llegaron a la montaña.
Martirio en la Fiesta de la Resurrección
En el Monasterio de la Resurrección del Señor empezaron los oficios litúrgicos pascuales. Después de subir a la montaña contigua y hacer las letanías de rigor alrededor de la pequeña capilla, descendieron nuevamente al monasterio y oficiaron los maitines y la Divina Liturgia en la iglesia principal.
Repentinamente, antes de que la Liturgia terminara, desde afuera se escuchó el sonido de los tambores y los clarines de los persas. El higúmeno salió de la iglesia, se acercó al capitán del regimiento y, con los ojos llenos de lágrimas, cayó de rodillas frente a él.
—¡En el nombre de Dios, permítannos terminar la Divina Liturgia, y después ya pueden hacer lo que quieran con nosotros! —suplicó.
Los persas aceptaron la petición del padre y la respetaron. Así, los seis mil monjes que se hallaban aquella noche en el cenobio comulgaron llorando, “por el perdón de los pecados y la obtención de la vida eterna”. Después, cada uno tomo su manto y siguió al higúmeno, quien fue el primero en salir de la iglesia portando en sus manos el báculo y la santa cruz.
El padre Arsenio se acercó al capitán, lo miró a los ojos y le dijo:
—Ya estamos listos, y, como puedes ver, venimos desarmados. ¡Haz con nosotros lo que se te ha ordenado! No podemos honrar a tu soberano. Tampoco aceptamos la ley de su profeta. Preferimos morir, antes que someternos a ustedes y confesar su misma fe. Entonces ¡ya puedes decapitarme el primero!
Después, señalando a los monjes que permanecían detrás suyo, agregó:
—También ellos han decidido presentarse con júbilo ante tu espada.
Ni bien había terminado de decir estas palabras, cuando un fulminante golpe de espada hizo que su cabeza rodara por el suelo. Sin esperar más, a una señal de su capitán, los soldados se arrojaron con crueldad sobre los monjes y los mataron a todos. No contentos con haberlos asesinado, cortaron los cuerpos en trozos pequeños, para dejárselos como alimento a las fieras de los alrededores.
Después, entraron al monasterio y saquearon todo lo que les pareció de valor. Al terminar, destruyeron la iglesia y las celdas.
Este fue el triste final que, con el permiso de Dios, tuvo la Tebaida de Georgia, misma que durante casi diez siglos había sido el centro de la fe ortodoxa y la vida ascética de aquella región.
El cielo habría de asegurar la honra debida a los seis mil nuevos mártires. Sobre sus cuerpos descuartizados aparecieron, durante tres noches, tres columnas de fuego que alumbraron toda la zona, y una multitud de coronas de rosas que emanaban sublimes fragancias.
La muerte de los otros dos monjes
Mientras tanto, los dos monjes que huyeron del monasterio corrían sin rumbo alguno, llenos de desesperación y pavor, deteniéndose de trecho en trecho a cruzar algunas palabras sobre la suerte que estarían enfrentando sus hermanos del monasterio. Ya en la profundidad de la montaña, uno de ellos se detuvo de golpe, y le dijo al otro:
—¿A dónde vamos? ¿Por qué estamos huyendo? Renunciamos al mundo y decidimos hacernos ascetas. ¡Pero ahora no somos sino unos perros que vuelven para lamer lo que antes vomitaron! ¡Tendríamos que haber permanecido en el monasterio y morir junto a nuestros padres espirituales! ¿Qué haremos ahora, en esta vida amarga y efímera?
—¡Tienes razón! ¡Volvamos, hermano! —dijo el otro—. Vamos a dar testimonio también nosotros, para poder vivir eternamente en el Reino de nuestro Padre celestial.
En ese momento, vieron tres columnas de fuego descendiendo del cielo sobre el lugar de martirio de los seis mil monjes, haciendo que aquella oscura noche pareciera un día lleno de sol. Vieron también las coronas de rosas descendiendo sobre el monasterio. Pero hubo dos coronas que no bajaron completamente, sino que quedaron como flotando en el aire.
—¡Son las nuestras! —gritaron al unísono, y se echaron a correr con dirección al monasterio.
Atravesaron el pequeño valle boscoso y llegaron al camino que separaba los monasterios de San David y San Dodo, frente a la celda de San Jacobo. Ahí se encontraron con los soldados persas, que volvían con las espadas llenas de sangre.
—¡Creemos en Cristo y confesamos que Él es nuestro verdadero Dios y Salvador! —gritaron con valentía al ver a los soldados—. ¡Reprobamos a Mahoma y su ley!
Los persas se arrojaron sobre ellos aullando como lobos. También a ellos los cortaron en pedazos y los dejaron dispersos por todas partes, para atraer a los animales salvajes.
La señal de las rosas
Dios, Quien siempre glorifica a Sus santos, no dejó sin resaltar este lugar de martirio. Así, en medio del camino —árido y lleno de zarzas— donde fueron muertos los dos monjes, pronto brotó un hermoso rosal que puede admirarse aún hoy en día. Cada invierno, los rebaños de ovejas de los tártaros nómadas que pasan por Gareja se comen la planta hasta sus raíces. Pero cada primavera vuelve a brotar y llenar de color y fragancia aquel lugar tan seco. Florece de mayo a junio. Esas rosas rojas y fragantes tienen un gran poder sanador. Muchos fieles las cortan y se las llevan para protegerse de enfermedades, con el amparo de los Santos Mártires.
En los días que siguen a la Pascua, esas rosas rojas como la sangre embellecen todo aquel lugar. Y no hay otra flor que crezca en esa tierra. Ciertamente, hasta hoy, nadie ha logrado hacer crecer y florecer otro rosal injertando las ramas del rosal sembrado por Dios. Así, este rosal es una cosa única, y nos recuerda, con el paso de los siglos, el martirio de los dos monjes en las afueras del monasterio.
Reliquias de las que brota mirra
Más tarde, el rey de Georgia, Artsil II, reunió con gran devoción las reliquias de los mártires e hizo que las colocaran en un sepulcro cavado en el muro de piedra del altar de una capilla del Monasterio de la Resurrección, que desde entonces pasó a llamarse “Motsameti”, es decor. “Mártir”. Casi al mismo tiempo, de las reliquias empezó a manar una mirra fragante y milagrosa, que aún a nuestros días sigue brotando, dando fe del martirio de aquellos padres amantes de Cristo. Asimismo, los hermanos de los monasterios de San David y San Dodo, que tiempo después fueron reconstruidos, le pidieron al metropolitano Antonio I que canonizara a los seis mil monjes, a lo cual este accedió.
Con el paso de los años, también fueron compuestos los oficios litúrgicos para la conmemoración de los Santos Mártires, decidiéndose que esta tendría lugar, cada año, el martes siguiente a la Pascua. Así, cada año, en este día, la Iglesia de Georgia recuerda con fervor a los seis mil Santos Mártires y les pide que intercedan incesantemente ante nuestro Señor Jesucristo por el sufriente pueblo georgiano».
(Traducido de: Patericul georgian, Editura Egumenița, pp. 205-210)