El milagro de nuestra resurrección y el milagro de la Encarnación del Señor en la Virgen María
Tal como brotó agua de la piedra en los tiempos del Éxodo y abrevó a los israelitas sedientos (Éxodo 17, 1-7), lo mismo hizo Dios para que brotara leche del seno de la Virgen. Lo mismo hace Él para que brote vida de la muerte.
¿Que resucite un cuerpo desde el sepulcro? ¿Que esucite un cuerpo en el cual la corrupción empezaba a dejar sus terribles marcas? No, algo así no puede ser normal. “¿Cómo me puede pasar esto a mí?”, es la pregunta que siempre se hace el hombre que se encuentra entre la inevitabilidad de la muerte y la esperanza de la resurrección. Una pregunta semejante se hizo la Virgen de Nazaret. No era normal que de ella naciera un Hijo sin padre “humano”. No era normal que pudiera alimentarlo con leche de su seno. “¿Cómo es posible esto, si no conozco varón?” (Lucas 1, 34).
La respuesta celestial fue que el milagro tendría lugar por obra de Dios en Trinidad (“El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con Su sombra; por eso el niño que nazca será santo y se le llamará Hijo de Dios”). Tal como brotó agua de la piedra en los tiempos del Éxodo y abrevó a los israelitas sedientos (Éxodo 17, 1-7), lo mismo hizo Dios para que brotara leche del seno de la Virgen. Lo mismo hace Él para que brote vida de la muerte.
En nuestra tristeza cuando muere algún ser querido, invocamos el auxilio de la Madre del Señor. Porque el gran misterio de nuestra resurrección es inseparable del misterio de su fe. “¿Cómo vamos a resucitar?”, le susurramos, de hecho, temblando, cuando le preguntamos sobre su misterio. Y la respuesta no se deja esperar. Ella nos revela que nuestra resurrección es una obra inefable de Dios. “¡Del mismo modo en que Él hizo que brotara agua de una piedra para el pueblo sediento, tal como está escrito!”.
(Traducido de: Pr. Prof. Dr. Vasile Mihoc, Șapte tâlcuiri biblice despre Maica Domnului, Editura Teofania, 2001, p. 62)