El misterio de la vida monacal
Cristo se oculta bajo el hábito negro y la vida del monje, que es la entrada a un espacio ignoto, desconocido, inaccesible.
El misterio de la perpetua virginidad de la Madre del Señor, del nacimiento de Cristo, de todo lo que Dios ha hecho sin la contribución del factor humano, y todo lo demás obrado por el Espíritu Santo, es válido especialmente para la vida monacal, que oculta a Dios de nuestros propios ojos y de los del mundo. Porque, tal como entonces, ahora y siempre, el mundo no necesita nada más que no sea Dios. Sin embargo, a pesar de que todos buscan a Dios, todos le tienen miedo. Todos lo anhelan, pero no todos lo entienden. Todos suspiran por Él y todos viven sin Él. Y, en tanto que viven sin él, no es para ellos sino algo inexistente y al mismo tiempo existente, invisible y visible, participado y no participado. Esto es lo que experimentan la mayoría de personas, en todas partes, en todo momento, sin importar si son creyentes o ateos.
Llena de Dios, la vida monacal ofrece la posibilidad de vivir todos los misterios. Paralelamente, esconde a Cristo entre los paños del mundo, de manera que nadie pueda entenderlo ni atacarlo. La prueba de esto es la siguiente paradoja: todos aman el monaquismo, pero al mismo tiempo no lo entienden. Todos lo atacan, pero todos vuelven afectuosamente a él. No hay nada entre las cosas humanas tan apreciado como la vida monástica. Si juntáramos todas las loas creadas para la vida del monasterio, constataríamos que superan en mucho las que se han compuesto para exaltar a la Iglesia misma.
Cristo se oculta bajo el hábito negro y la vida del monje, que es la entrada a un espacio ignoto, desconocido, inaccesible. Tal como Cristo entró en lo inaccesible de la Madre de Dios y del Templo, así también la vida monacal consiste entrar en lo desconocido. Es un motivo perfecto para presentarse ante un Dios que creíamos estático. Es confiarle nuestra existencia a Dios. El hombre entero se dedica a Dios, tal como el Hijo lo hiciera antes, con Su nacimiento y, posteriormente, Su crucifixión, Su Resurrección y Ascensión, permaneciendo fiel a la voluntad del Padre, por el hecho de haberle ofrendado la misma naturaleza humana.
Semejante ofrenda, como la de la Madre del Señor y la de nuestro Señor Jesucristo, la realiza tmbién el monje, cuando entra en lo inexplorado, en lo insondable de la vida monacal, accediendo también a una nueva vida, a una nueva experiencia, a un problema místico que es tan difícil de entender, como para muchos es difícil de entender la vida de Cristo y la de la Virgen María. Cristo, dicen algunos, fue verdaderamente una persona histórica. Es como si dijéramos: “¡Sí, en verdad hay una gota de agua en el océano!”. No hace falta constatar nada de eso. Sin embargo, ya que la vida de Cristo se oculta tanto, deviene en preocupación para las mentes y pensamientos de todos los hombres, como las de los discípulos que iban de camino a Emaús (Lucas 24, 13) o las de los otros que estaban reunidos (Lucas 24, 36).
El monje entra a una vida aparte, totalmente mística, que no se puede describir con palabras, porque es a Dios mismo a quien entraña. Al entrar al monasterio, el hombre se convierte en morada de Cristo y de lo divino. La Divinidad descendió de tal forma, que Aquel que es inabarcable vino a ser contenido en el vientre de la Virgen. Lo mismo ocurre cuando alguien se decide por la vida monacal: se prepara para abarcar lo que no tiene límites.
El monje vive dinámicamente, con simplicidad y naturalmente como cobijo de Dios, dedicándose a Él y haciéndolo que more en su interior. ¿Cómo? Con sus acciones de cada día, con los sentimientos que brotan de su corazón, con sus meditaciones, sus oraciones y sus experiencias espirituales, mismas que provienen de largas vigilias y trabajos.
(Traducido de: Arhimandritul Emilianos Simonopetritul, Cuvinte praznicale mistagogice, Indiktos, Athena, 2014)