El momento del día en que hacemos un recuento y le agradecemos a Dios por la jornada que termina
“Es nuestro deber orar con la llegada del ocaso, porque Cristo es el sol verdadero y el día verdadero. Entonces, cuando el sol se pone y el día termina, tenemos que orar y pedir que venga a nosotros nuevamente la luz, implorando la venida de Cristo, Quien nos dará el don de la luz eterna”.
En las páginas de las Santas Escrituras, nuestro Señor Jesucristo fue identificado con “la luz que las tinieblas no sofocaron” (Juan 1,5). El ocaso y la desaparición de la luz fueron interpretadas, ya desde los primeros siglos cristianos, como símbolo de Cristo (“el Sol que jamás se pone”). Así, San Cipriano de Cartagena, en el siglo III, escribre, refiriéndose a la práctica de los cristianos de orar en el momento de la puesta del sol: “Es nuestro deber orar con la llegada del ocaso, porque Cristo es el sol verdadero y el día verdadero. Entonces, cuando el sol se pone y el día termina, tenemos que orar y pedir que venga a nosotros nuevamente la luz, implorando la venida de Cristo, Quien nos dará el don de la luz eterna”.
La búsqueda de Dios en las oraciones del ocaso fue desarrollada en un ritual que actualmente tiene carácter de oficio litúrgico. El mismo nombre de los oficios vespertinos tiene una etimología que procede del griego “hesperios”, que significa “tarde”, pero también “búsqueda”. El ocaso, marcado en esta oración litúrgico, se convierte en un momento de gratitud presentada a Dios por todos los logros, los dones y el amor que hemos recibido en el día que termina. Al mismo tiempo, el momento de las oraciones vespertinas tendría que recordarnos las faltas que cometimos en dicha jornada, así como los momentos en los que nos apartamos de la voluntad de Dios. Del mismo modo, la llegada del ocaso, marcada por los oficios de la Iglesia, es el momento idóneo para poner en una balanza el día entero y encontrarnos con Dios en la serenidad del crepúsculo.