La palabra era buscada y recibida por parte de los discípulos como si viniera de parte de Dios, a través de la boca del padre espiritual. Por eso es que los discípulos oraban antes de ir a pedir un consejo, para que Dios les hablara por medio de su abbá, en favor de su salvación. Así, el abbá, el padre espiritual, se revelaba y se convertía en el “padre”, con el mismo carisma de la palabra que se le había dado como resultado de las oraciones por la salvación y la iluminación del discípulo, como resultado de un sufrimiento y una búsqueda compartidos.

La palabra recibida no era, en todo caso, un sofisma, una máxima racional, una palabra de sabiduría brotada del simple conocimiento o la experiencia, sino que era un volver a nacer por medio de la palabra; era, asimismo, edificación, sanación. Entonces, utilizar el término abbá por parte del discípulo, con esperanza en el amor, el cuidado, pero, sobre todo, en su calidad de mentor elegido para ayudar a liberar el alma golpeada por la muerte del pecado, no era una fórmula de curiosidad, sino que expresaba una realidad de hecho.

El abbá Pimeno les respondió así a los hermanos que se llenaron de asombro al oírlo llamar abbá a Agatón, que era más joven que la mayoría: “¡Lo que sale de su boca le ha hecho llamarse así, ‘abbá’!”. La paternidad se revela en esta transimisión de vida entre dos personas y en la relación que surge de ello: entre el que da y el que recibe la vida de Cristo-Dios, el Verbo. Y el padre es, desde luego, un padre no solamente por medio de la palabra, sino con su entero ser y su entero actuar, incluso por medio de su propio silencio.