El paso a la eternidad de un virtuoso monje athonita
“¡Allí hay flores! ¡Muchas flores! ¡Qué hermoso es el Paraíso! ¿Acaso el alma es digna de cosas tan bellas y tan gozosas?”.
Tuvimos la bendición de conocer en Karulia al recordado Gabriel, un tenaz luchador y un atleta invicto de la templanza. Muchas veces nos encontrábamos con él en el kiriakón (iglesia) de la skete Santa Ana o en el camino que lleva hacia el cenobio, orando. Todo el tiempo callaba, o hablaba muy poco. Quienes no lo conocían, tal vez la primera impresión que se formaban de él era que se trataba de una persona huraña y solitaria. En realidad, estaba lejos del mundo, pero solamente en un sentido espiritual.
La última vez que lo visité en su celda en Karulia, fue antes de que muriera. Ahí vi a este merecedor de la corona de Cristo, el cual, con insistencia y a pesar de los terribles dolores que martirizaban su cuerpo, rechazaba comer cualquier cosa que hubiera sido preparada con aceite. Incluso encontró la manera de hacer un poco más gustosa la comida sin aceite que le llevaban otros monjes.
Policía de profesión, al jubilarse se retiró al Santo Monte Athos para hacerse monje. Durante veinte años vivió con su padre espiritual y jamás consumió nada que tuviera aceite, ni siquiera en los días de la Pascua. Comulgaba con frecuencia, siempre con arrepentimiento y lágrimas. En un cajón guardaba cuidadosamente doblado el lienzo con que habrían de envolverlo en su entierro, preparado con muchos años de antelación y en el cual aparecía escrito: “mi sudario”.
Veinte días antes de morir, los demás monjes empezaron a turnarse para cuidarlo, siempre con amor y entrega fraternal. Le suplicaban que comiera algo que tuviera aceite, pero, a pesar de estar muy débil, a punto de morir, nadie pudo convencerlo de que renunciara a su estricta norma de ayuno. Y así fue como pasó al mundo de los justos, completamente en paz.
El mismo día en que murió, pidió que se le impartiera la Santa Comunión. Irradiaba paz y felicidad. Cuando los monjes que lo cuidaban se apartaron un momento de su lado, alzó la cabeza y, con la mirada dirigida al Cielo, exclamó: “¡Allí hay flores! ¡Muchas flores! ¡Qué hermoso es el Paraíso! ¿Acaso el alma es digna de cosas tan bellas y tan gozosas?”.
(Traducido de: Arhimandritul Ioannikios, Patericul atonit, traducere de Anca Dobrin și Maria Ciobanu, Editura Bunavestire, Bacău, 2000, pp. 99-100)