Palabras de espiritualidad

El “problema” de los jóvenes está en otra parte

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Dialogando con Su Alta Eminencia Pavlos, Metropolitano de Sisaniou y Siatista (Grecia), con motivo de la fiesta patronal de Santa Parascheva, en el año 2014, en Iași (Rumanía).

Padre, le pido que me dé un consejo en relación con el trabajo pastoral con los jóvenes. Sé que es un tema que le interesa. En Iași tenemos un Departamento de Misión para la Juventud y buscamos la mejor manera de ayudar a nuestros jóvenes.

—¿Un consejo?

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—Bien. Mi consejo es no detenerte.

¿Sí? ¿Pero, un consejo, una recomendación sobre la forma de abordar a los jóvenes?

—Lo mismo. No renuncies. También yo fui responsable, como sacerdote, del trabajo pastoral juvenil en nuestra diócesis. Después, ya como jerarca de la Iglesia, he trabajado en el marco del Santo Sínodo de la Iglesia de Grecia. Es difícil, aparecen distintas frustraciones cuando te ocupas del trabajo pastoral y misionero con la juventud. Yo muchas veces quise renunciar. Creo que cada semana me preguntaba si valía la pena seguir con ese esfuerzo. Así pues, el primer consejo es no renunciar. Volveremos a hablar sobre esto. Seguramente encontraremos el momento propicio para hablar un poco de este tema.

Un día después, caminando junto a la larga fila de peregrinos (que cada año viene a la Catedral para esta fiesta patronal), pudimos hablar nuevamente sobre los jóvenes.

—Los jóvenes esperan dos cosas de nosotros: que los amemos y que les digamos la verdad. Aunque la verdad moleste a algunos, la retendrán y la mantendrán ante sus ojos durante toda su vida.

Me quedé en silencio por más de un minuto. Trataba de meditar y entender las palabras que acababa de escuchar.

Unos meses antes, en junio, otro griego, el padre Constantino, quien durante varios años tuvo bajo su cargo la pastoral juvenil en una diócesis del norte de Grecia, me dijo:

—Ante los jóvenes es como si te hallaras en una continua confesión. El intento de parecer algo, de tratar de ser algo que no eres, no dura mucho. Los jóvenes tienen una capacidad enorme para detectar lo falso, lo artificial. Es imposible engañarlos. Con ellos somos o no somos.

Su Alta Eminencia Pavlos retomó la discusión.

—¿Y ustedes qué hacen por los jóvenes, que les ofrecen, cómo tratan de insertarlos en los valores de la Iglesia?

Organizamos casi todas las semanas tardes espirituales para estudiantes de liceo y universitarios, les ofrecemos peregrinaciones, libros, películas. En verano tenemos un programa de campamentos en las zonas con monasterios y también en las parroquias de las ciudades... Aquí, en Iași, los invitamos ala Divina Liturgia varias veces a la semana.

—Eso está bien, pero creo que el problema está en otra parte.

¿En dónde?, le pregunté entre curioso e intrigado. ¿Es que tampoco él entendía lo que presupone mantener a los jóvenes cerca de la Iglesia y de cuánto esfuerzo se necesita para transmitirles un poco del pensamiento de la Iglesia?

—El problema del trabajo pastoral con los jóvenes está en otra parte. Voy a relatarle algo que ocurrió en nuestra diócesis: Un sacerdote me contó que varias veces vino a visitarlo un profesor de unos 65 años, hombre culto e inteligente, pero indiferente ante las cosas de la fe. De joven había dejado de asistir a la iglesia. Recientemente había muerto su esposa y, por lo mismo, se hallaba en un estado de profunda tristeza. En sus momentos más oscuros y amargos, hasta habia pensado en suicidarse. Sentía que no tenía razón seguir viviendo, que no podría soportar más la soledad y que dependía de él seguir en ese estado de decadencia. Al no encontrar alguien más en quién apoyarse, como última instancia acudió al sacerdote de su parroquia. “Pero, señor profesor, la vida sigue su curso”, le dijo el sacerdote. “¡No es posible que le esté ocurriendo lo que me acaba de contar! A ver, lo espero el domingo aquí en la iglesia. Ya verá cómo vuelve a llenarse de coraje. Aquí está la familia de Dios de nuestra comunidad. Son personas buenas. Hablando con ellos, su alma se fortalecerá. Nuestros feligreses le recibirán con cariño y le apoyarán. Son personas llenas de fervor... ¡ya las conocerá!”.

El diálogo con el profesor duró casi una hora. El sacerdote hizo todo lo que pudo para animarlo y acercarlo a la Iglesia, para atraerlo a la Liturgia y que conociera a los demás fieles. El domingo, el profesor vino a la iglesia y permaneció durante toda la Liturgia; se persignó torpemente y terminó imitando lo que veía que hacían los demás: besó los íconos, tomó el antidoron… Miró de un lado para otro, para hablar con los “hermanos de la familia de Dios” de aquella parroquia, de aquella comunidad, para conocerlos y compartirles su sufrimiento. Trató de conversar con algunos feligreses, pero estos solamente le respondieron con alguna fórmula de cortesía y volvieron a sus cosas. Finalmente, se quedó solo con un anciano que ponía en orden las sillas y se preparaba para barrer. El profesor se acercó al altar para hablar con el sacerdote.

Padre, nada fue como usted me dijo”, se lamentó el profesor. “¿Qué cosa?”, respondió el sacerdote, atónito. “¿No me dijo que viniera a la iglesia para encontrarme con la “familia de Dios de nuestra parroquia”, que todos hablarían conmigo, que me apoyarían, que me ayudarían a superar el dolor que tengo? Sin embargo, nadie vino a hablar conmigo. Todos se fueron y no conseguí hablar con nadie...”.

—¿Entendió, padre?, me preguntó el Metropolitano Pavlos.

Algo entendí.

–—Muchos de nuestros fieles no tienen la conciencia de la Iglesia. No entienden que la persona que está a su lado es parte del Cuerpo de Cristo, que cada cristiano bautizado es su hermano, que es parte de la Iglesia, de este Cuerpo místico. En vano te desvives organizando actividades para jóvenes, si la parroquia no los recibe, si los feligreses de la parroquia no los ayudan a acercarse, si no participan de ese acercamiento a Dios, si no se implican en el trabajo en la integración de los jóvenes a la familia de Dios de su comunidad. El problema de los jóvenes, pues, está en otra parte.