Palabras de espiritualidad

El propósito del maligno y la resistencia del cristiano

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Debemos entender que el demonio tiene tanto poder como se lo demos nosotros. Dios le permite que exista, para aquilatar la fuerza de nuestra fe. El demonio nos incita, pero no nos puede obligar. Su único poder es el de engañar, el de embaucar a los débiles.

Ya que el demonio es el enemigo de Dios, busca cómo conformar un “ejército” que luche en contra de Él, valiéndose de los incautos a los que pueda hacer caer en el engaño. El maligno quiere corromper a la humanidad, para que en este mundo haya más mal que bien, más mentira que verdad, más odio que amor, más hurto que caridad, más palabrerío que oración; en resumen, más almas en el camino a la perdición que en el camino a la salvación. Este es el propósito, la meta del demonio.

Las formas en que caemos en el pecado son muchas, pero especialmente somos tentados por medio de los apetitos del cuerpo, la vanidad del mundo, los placeres carnales y las seducciones del maligno.

Nuestro propio cuerpo se erige en el gran enemigo de nuestra salvación. Debido al pecado ancestral, nuestra mente se mantiene a oscuras, nuestra voluntad se debilita y nuestro ser entero se turba. Entre cuerpo y alma hay una lucha perpetua. El Santo Apóstol Pablo describe perfectamente esta contradicción, diciendo: “No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero: eso es lo que hago (Romanos 7, 19). Todo esto también tiene su origen en el hecho de que cada pecado empieza con el placer de alguno de nuestros sentidos, en tanto que la virtud, como acto de bien, requiere un cierto sacrificio o templanza —oración, ayuno, caridad—, a lo cual se opone el cuerpo.

El deber del cristiano para con el mundo tendría que consistir en hacerlo más hermoso y más bueno, sirviendo a a sus semejantes, y dando testimonio de la verdad, la luz, la paz, el amor y la bondad. Además, tiene la responsabilidad de huir de ese “mundo” y de las circunstancias que puedan llevarlo a pecar; para esto, tiene que apartarse de aquellos que viven sometidos por sus pasiones y vicios, como la embriaguez, el desenfreno, el robo y los placeres pecaminosos— para no ser dominado él también por dichas anomalías.

El demonio, habiendo caído de la dignidad que poseía, lucha contra nosotros de muchas maneras: azuza la enemistad entre hermanos, nos quita la paciencia y la esperanza en las tribulaciones, nos lanza pensamientos de soberbia —“yo no soy como ese”—, y muy a menudo nos presenta el mal como bien, es decir: “Si él me insultó, ¿no es justo que también yo lo insulte?”. O: “Si el otro fue injusto conmigo, ¿por qué no habría de serlo yo con él?”, etc. Pero tenemos que entender que el demonio tiene tanto poder como se lo demos nosotros. Dios le permite que exista, para aquilatar la fuerza de nuestra fe. El demonio nos incita, pero no nos puede obligar. Su único poder es el de engañar, el de embaucar a los débiles. Depende de nosotros si sabemos oponernos a él.

(Traducido de: Arhimandritul Serafim ManCrâmpeie de propovăduire din amvonul Rohiei, Editura Episcopiei Ortodoxe Române a Maramureșului și Sătmarului, 1996, pp. 142-143)