El Reino de Dios, entre nosotros
La Ortodoxia afirma que la vida es un don ofrecido libremente por el Dios del amor. Por eso, la vida humana debe estar llena de alegría y agradecimiento. Debe ser apreciada, conservada y protegida, como la expresión más sublime de la acción creadora de Dios.
La Ortodoxia afirma que la vida es un don ofrecido libremente por el Dios del amor. Por eso, la vida humana debe estar llena de alegría y agradecimiento. Debe ser apreciada, conservada y protegida, como la expresión más sublime de la acción creadora de Dios, Quien nos trajo “de la inexistencia a la existencia”, no solamente para una simple presencia biológica. Él nos eligió para la Vida, cuya finalidad es la comunión en la gloria eterna de Cristo Resucitado, “para participar en la herencia de los santos en la luz” (Colosenses. 1, 12; Efesios. 1, 18).
En el lenguaje de los padres orientales, este destino trascendental o telos de la existencia humana es expresado como theosis o “deificación”. Según el pensamiento patrístico, Dios, en lo profundo de Su ser, permanece insondable, más allá de lo que podamos conocer o experimentar. Un abismo infranqueable separa a la criatura de su Creador, a la naturaleza humana de la naturaleza divina. Con todo, la doctrina ortodoxa sobre la theosis afirma que nuestra vocación primordial es participar en la vida divina misma, y subir hasta “la casa de nuestro Dios”, en donde habremos de gozarnos de la comunicación eterna con las tres personas de la Santísima Trinidad. ¿Cómo resuelve la Ortodoxia esta tensión entre la trascendencia absoluta de Dios y Su accesibilidad en la vida de la fe? Una respuesta breve y sistemática podría ser la siguiente.
Desde el misterio profundo de Su absoluta “alteridad” —la total inaccesibilidad de Su naturaleza o existencia divina—, Dios se dirige al mundo creado y a la obra de Sus manos, para salvar, restaurar y sanar todo lo que es pecador y corrupto. Con la ayuda de lo que San Ireneo llama Sus “dos manos”, el Hijo y el Espíritu Santo, Dios Padre abraza la vida humana, llenándola con Sus atributos o “energías”: amor, fuerza, justicia, bondad y belleza. Así, Él nos abre el camino a Su Reino, donde los que viven y mueren en Cristo se reúnen con los santos de todos los siglos, presentando sus cánticos de alabanza y agradecimiento ante la grandeza y majestad divinas. Por eso, la vida humana encuentra su última realización más allá de la muerte, en la infinita comunión con “la justicia, la paz y el gozo en el Espíritu Santo”, que constituyen el Reino de Dios (Romanos 14, 17).
Sin embargo, el Apóstol Pablo —como el Evangelista Juan y otros autores neotestamentarios— habla del Reino como de una realidad que tenemos al alcance aquí y ahora: el Reino está “entre”nosotros”, “en medio” de nosotros, o incluso “en nuestro interior” (este es problablemente el sentido de entos en Lucas 17, 21). Aunque su plenitud puede ser conocida sólo después de la muerte física, nuestra vida presente, en la Iglesia, nos ofrece un auténtico anticipo de la inefable alegría que vendrá. “La justicia, la paz y la alegría”, son cualidades que San Pablo considera características de las comunidades eclesiales en el mundo, al igual que la vida en la eterna “comunión de los santos”. En el Evangelio según San Juan, Jesús les habla a aquellos tentados por la apostasía, incitados a romper su compromiso con Él y volver al judaísmo. Y les habla en tiempo presente: “En verdad, en verdad os digo: el que escucha Mi Palabra y cree en Aquel que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida” (Juan 5, 24). Desde esta perspectiva, el Reino de Dios no es solamente un objeto de nuestra esperanza futura (escatológica). Es una realidad presente, inaugurada con el Bautismo y alimentada con la comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Se trata de una realidad “sacramental” que transforma radicalmente nuestro entendimiento del origen y finalidad de la existencia humana. La vida es ahora experimentada como una peregrinación continua, marcada por una lucha interior. Se convierte, así, en su esencia, en una ascesis o lucha espiritual entre la corrupción, el pecado y la muerte, por una parte, y la perfección, la santidad y la vida eterna llena de felicidad, por la otra. Esta lucha y la victoria final constituyen la “vida en Cristo”.
(Traducido de: Preot Prof. Dr. John Breck, Darul sacru al vieţii, Editura Patmos, Cluj Napoca, 2001; p. 5-7)