Palabras de espiritualidad

El “Sacramento del hermano”

  • Foto: Stefan Cojocariu

    Foto: Stefan Cojocariu

Translation and adaptation:

No podemos dar testimonio del misterio de la Santísima Trinidad sin tener una experiencia, al menos relativa, del amor al prójimo; de lo contrario, estaríamos cayendo en lo falso y en la hipocresía.

 

El completo mensaje de Cristo tiene como propósito la disipación de todas las fronteras y la superación del instinto del hombre caído, para que éste se abra a la presencia de Cristo y haga de su hermano un sacramento. Pero, de hecho, ¿qué es un sacramento? Es un acto del Espíritu Santo que hace presente a Cristo, tal como Él nos lo prometiera. Siempre hay un vínculo entre nosotros y las Personas Divinas: en el Bautismo, el Espíritu Santo nos “injerta” en Cristo; en la Eucaristía nos volvemos un solo Cuerpo con Él; con la Crismación recibimos los dones del Espíritu Santo, para que podamos cumplir con los mandamientos; con el arrepentimiento entramos nuevamente en el Cuerpo, si es que hemos salido de él; con la Santa Unción nos volvemos nuevamente miembros sanos y santos, si nos hemos enfermado; con el Matrimonio, Cristo se hace presente en la iglesia doméstica y con la Ordenación Sacerdotal se realiza el Cuerpo de Cristo. En todos estos casos, siempre por medio de la Gracia del Espíritu Santo, toma lugar un fortalecimiento del Cuerpo de Cristo y de la relación personal de los fieles con las Personas Divinas.

De esta forma, los sacramentos se presentan como importantes intervalos de tiempo en nuestra relación personal con Cristo. No son simples eventos que simplemente se extienden por un instante, porque, por ejemplo, la duración del Matrimonio no se limita al tiempo que toma la celebración del sacramento, que es tan sólo la inauguración de la presencia de Cristo en la vida familiar. La realización de los sacramentos constituye un tiempo poderoso, el momento más evidente de una relación, entre Dios y nosotros, que se extiende para toda la vida. Así las cosas, realmente no es tan relevante el número de sacramentos, porque, de hecho, no existe sino uno solo: el de la presencia de la Palabra de Dios entre los fieles, la del “Emanuel” —Dios está con nosotros— en el seno de la Iglesia, la de Dios entre nosotros, en Su Cuerpo..

En este sentido, podemos hablar con justicia del “Sacramento del hermano”: la revelación —por medio del Espíritu Santo— de la presencia de Cristo en nuestro semejante. Dios está presente y escondido en cada enfermo, en cada forastero, en cada hambriento, en cada recluso. O, como en la “¨Parábola del buen samaritano”, en donde los roles se invierten. El samaritano, es decir, el forastero —el hereje, si queremos— baja de su montura, pone un poco de vino y aceite en las heridas de aquel a quien encuentra tendido, lo lleva y lo encomienda al dueño de la posada, diciendo, “si tuvieses que gastar más, cuando vuelva te lo remuneraré por completo”. En estas palabras reconocemos al mismo Señor Jesucristo cuidando de aquel hombre herido por los malhechores, que no son otra cosa que los demonios. Cuidando de los enfermos, entramos en comunión con Cristo. Y esto es ya un misterio, un scaramento, porque Cristo se hace presente en él.

¿Përo en dónde radica la acción del Espíritu Santo? El Espíritu Santo es Aquel que nos lleva a descubrir la presencia de Cristo en el otro. Talvez lo siguiente les parezca fuerte, pero creo que es profundamente ortodoxo afirmar que recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo ante el Altar e invitar a tu mesa a un desempleado argelino son dos acciones de la misma naturaleza. En ambos casos se trata de un único misterio, el de la presencia de Cristo en el mundo, por medio de la obra del Espíritu Santo.

¿Cuál es el vínculo que une el Sacramento del Altar con el “Sacramento del hermano”? Durante la Divina Liturgia, antes de pronunciar el Credo, decimos: “Amémonos los unos a los otros, para profesar unánimes nuestra fe en el Padre y en el Hijo y en el Espíritu Santo, Trinidad consustancial e indivisible”. La primera parte de la frase se sitúa en el plano de la relación entre hermanos; sin esta relación, es imposible dar testimonio del misterio de la Santísima Trinidad. Así, el acto del espíritu que da testimonio de la Trinidad y los vínculos del corazón que unen a los cristianos en el amor son absolutamente complementarios. No podemos dar testimonio del misterio de la Santísima Trinidad sin tener una experiencia, al menos relativa, del amor al prójimo; de lo contrario, estaríamos cayendo en lo falso y en la hipocresía.

Reencontramos, así, los dos polos del mensaje de Cristo, retomando los textos fundamentales del Antiguo Testamento: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas, y a tu prójimo como a ti mismo”, Cristo une esos dos mandamientos en uno solo. Así, no podemos separar, sin caer en herejía, en el sentido más profundo de la palabra, la dimensión vertical de la dimensión horizontal, el misterio del Altar del misterio del hermano. Cualquier dicotomía entre estas dos dimensiones sería un acto de verdadera esquizofrenia.

Descuidando el “Sacramento del hermano”, caemos en el ritualismo, en una especie de esteticismo litúrgico. La Liturgia se vuelve un refugio, un momento de reunión: todo es bello, nos sentimos como si estuviéramos en el Cielo... pero cuando esta acaba, seguimos actuando como antes. El “Sacramento del Altar” sin el “Sacramento del hermano” es una blasfemia permanente. Y, a la inversa, el “Sacramento del hermano” sin el del Altar lleva al mismo resultado, porque no tardará en enfriarse, en degenerar en una suerte de activismo, haciéndonos olvidar que nuestro prójimo es la imagen de Dios y convirtiendo el servicio a nuestros semejantes en una suerte de cuestión meramente social. Y es que desde el momento en que separamos el “Sacamento del Altar” del “Sacramento del hermano”, el mal empieza a vencer.

Traducido de: Cyrille Argenti, N’aie pas peur, Cerf/Le sel de la terre, 2002.