El significado de la bendición inicial de la Divina Liturgia
A Ti, Cristo mío, que eres tan glorioso, que estás rodeado de tantos Santos y Ángeles. A Ti debemos toda gloria, honor y adoración.
¿Por qué empieza así el sacerdote? ¿Qué quiere decir? Ante nosotros, Cristo extiende una visión maravillosa, se nos presenta un panorama celestial. Cuando vas a un almacén y el vendedor abre ante ti una caja con sedas, las ves y las tocas, compruebas su resistencia, las admiras y dices: “¡Las compraré!”. Lo mismo hace Cristo.
Ante nuestros ojos despliega Su Reino, para que lo veamos, para que lo sintamos, para que nos llenemos con él y digamos: “Esto es lo que elijo para mi vida”. ¿Acaso siente eso nuestra alma? El sacerdote lo entiende en ese momento, ante el Altar.
Su corazón late con fuerza y está casi por quedarse ciego, como le ocurriera a Pablo en el camino a Damasco, cuando vio a Cristo. Sus ojos espirituales ven la deslumbrante luz de Dios. Por eso, embelesado, exclama: “¡Bendito sea el Reino del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos!”.
Tu gloria, en Tu Reino, Cristo mío, lo llena todo.
¿Han visto cómo, cuando la novia se está arreglando para la boda, su velo se extiende por todo el suelo de la habitación, y la orilla de su vestido lo cubre casi por completo, para mostrar su belleza y esplendor? Así es como la Iglesia de Cristo, en aquellos momentos, se extiende en todo el lugar, ante nuestros ojos.
¿Cuál es ese reino, el más glorioso, el más exaltado, el más alto que cualquier otro? Es el Reino de los Cielos. El Reino de Dios es el Paraíso, en el cual Cristo puso nuestra Santa Iglesia. El Rey es Dios Trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Los servidores de Dios son los ángeles y los arcángeles, los tronos, las potestades, los señoríos, los mandos, los querubines con muchos ojos y los serafines con sus seis alas.
Los generales del Reino son los Santos. La Reina, nuestra Señora, la Madre de Dios. Los soldados fieles son los cristianos que están preparados para seguir a Cristo, cueste lo que cueste; todos los que están listos para portar Su glorioso Nombre, todos los que constituyen Su Iglesia.
Así pues, Cristo, los Santos, la Madre del Señor, los Ángeles, los fieles de todos los siglos, todos, durante la Liturgia están con nosotros. En consecuencia, cuando el sacerdote dice: “Bendito sea el Reino del Padre”, se olvida de sí mismo y de su casa. Se olvida del mundo, de todo lo que ve, y afianza su corazón y su alma en las cosas que entiende, las cosas místicas e invisibles, que Cristo le enseña.
Por eso, sintiendo la gloria de Cristo, del Rey Celestial, con rodillas temblorosas, con el alma que está lista para soportar la carga de su responsabilidad, con ojos que se inician en los misterios del Reino de los Cielos, lleno de estremecimiento, dice:
“Porque tú mereces toda gloria, honor y adoración”…
A Ti, Cristo mío, que eres tan glorioso, que estás rodeado de tantos Santos y Ángeles. A Ti debemos toda gloria, honor y adoración.
Ante nosotros, entonces, se halla toda la Iglesia. Ante nosotros se halla presente, de forma real, esencial y mística, Cristo. “Porque donde están dos o tres reunidos en Mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mateo 18, 20). En medio suyo estoy Yo, dice Cristo. Y esto es precisamente lo que ocurre durante la Divina Liturgia.