Cada persona, por muchos defectos que tenga, posee, al menos, una cualidad que puede hacer crecer. El gran “Administrador” ha entregado al menos un talento a Sus siervos, pero tristemente no todos sabemos devolvérselo. La mayoría de las veces nos falta esmero para hacer crecer el don recibido de Dios, sea por modestia, timidez, o por pura dejadez.

El Santo Apóstol Pablo nos exhorta a pensar en los carbones que deben dejarse encendidos entre la ceniza, para que no se apague el fuego, llamándonos a la acción: reactivemos el don de Dios, no dejemos que se extinga, no permitamos que se atrofie en la negligencia o la pereza; hagámoslo crecer y perfeccionarse sin cesar. Trátese del don de la palabra, el de la creación, el de enseñar a los demás, el de escribir, etc. No importa cuál sea nuestro talento o habilidad, que debemos utilizarlo al servicio de Dios.

¡Es preocupante ver cuántas fuerzas jóvenes se pierden en vano! Cuántas personas instruidas, en situaciones o en posiciones favorables, que disponen de medios y de tiempo, pero que se complacen en la inactividad, sin producir beneficio alguno, mientras podrían convertirse en guías, maestros y soporte para las nuevas generaciones. Estas personas son como cirios trabajados con destreza y minuciosidad, destinados a irradiar luz, pero que se quedan sin encenderse y, con esto, permanecen inútiles y sin ningún propósito. “Reaviva el don de Dios”, alma mía, para no hallarte entre esos cirios inútiles y recuérdate que el más grande don de Dios es “la vida eterna en Jesucristo, nuestro Señor” (Romanos 6. 23), que debe morar en ti, para que puedas arder e iluminar a los demás. Recibe este don, hazlo que encienda también los demás talentos que haya en ti, guiándote y ayudándote a alzarte.

(Traducido de: Fiecare zi, un dar al lui Dumnezeu: 366 cuvinte de folos pentru toate zilele anului, Editura Sophia, p. 42)