El verdadero atleta en el maratón del alma
No es recompensado solamente aquel que hace el bien, sino también aquel que soporta pacientemente el mal. Esto nos lo demuestra el justo Job, cuyas virtudes se hicieron más conocidas que sus tribulaciones.
Si quisiéramos definir la paciencia, inevitablemente tendríamos que hablar de Job. ¿Quién fue Job? Un hombre muy piadoso que tenía una familia numerosa y una gran riqueza. Su nombre era respetado en muchos lugares. Todos lo apreciaban. Pero, así, de un golpe, perdió todo: sus bienes, su familia y su salud. Del bienestar y la felicidad cayó en la infelicidad, y de la honra pasó a la marginación. No le quedó sino luchar contra la pobreza total, contra la dura enfermedad que vino a atacarle, contra el dolor espiritual causado por la muerte de sus hijos, contra el desprecio de sus enemigos y la ingratitud de sus amigos. Además, tuvo que enfrentar burlas e insultos. Toda clase de males vinieron a azotarlo. Y lo peor es que todas esas desgracias vinieron inesperadamente, cuando él menos estaba preparado para enfrentarlas. Porque, quien nace y crece en la pobreza, vive acostumbrado a las privaciones. Igualmente, el que pierde a algunos de sus hijos, por grande que sea su dolor, encuentra consuelo en los que le quedan. Pero es que a Job —después de que en un solo día pasó de la opulencia a la miseria— se le murieron sus diez hijos al mismo tiempo. Mientras comían y bebían en casa del hermano mayor, vino un fuerte viento del desierto que destruyó la casa, matándolos a todos en el acto. ¡Qué triste debió haber estado Job después de perder sus bienes...! ¡¿Cómo se habrá sentido al conocer la repentina muerte de todos sus hijos?! Y si esto no fuera suficiente, él mismo cayó enfermo. Su piel se cubrió de repugnantes llagas, de los pies a la cabeza. Entonces, tomó un pedazo de vidrio para rascarse y se sentó sobre un montón de basura. Y si alguien le llevaba algo de comer, ni siquiera lo tocaba. “Ahora solo tengo por pan todo lo que no quería tocar” (Job 6, 7). El hedor que manaba de sus heridas y los inconsolables sufrimientos de su alma le mataban cualquier deseo de comer. ¿En dónde encontrar palabras para describir el infortunio de Job? Cierro los ojos y pienso en él, allí, sentado sobre la basura. De sus heridas brotan pus y sangre. Los gusanos le carcomen la piel. Nadie viene a consolarlo. Nadie se compadece de él. Sus antiguos sirvientes lo desprecian. Sus amigos lo juzgan. Hasta los desconocidos vienen y se mofan de su estado. “Ahora se ríe de mí hasta la gente más joven que yo, a cuyos padres yo no consideraba dignos de juntarlos con los perros de mis rebaños... ¡Y ahora, ellos me hacen burla con sus cantos, soy el tema de sus dichos jocosos! Abominan y se alejan de mí, no les importa escupirme en la cara” (Job 30, 1; 9-10). ¡Qué desgracia la suya! ¡Qué terrible infelicidad! Pero, después de que Dios le reveló la causa de todos sus infortunios, él se tranquilizó, como si ninguna desgracia le hubiera ocurrido jamás.
Job fue puesto a prueba para evidenciar su virtud. Tal como el atleta que corre un maratón está obligado a soportar el frío y el sol ardiente, el polvo y el sudor, para después ganarse los laureles de la victoria, también el justo, que participa en el maratón del alma, debe soportar muchos sufrimientos, para obtener, en la vida eterna, la corona de la victoria. Y si es digno de admiración el cuerpo capaz de aguantar tormentos y sufrimientos, mucho más lo es el alma que puede, con paciencia y valentía, soportar cualquier desventura, siguiendo fiel a su propósito. Por eso, no es recompensado solamente aquel que hace el bien, sino también aquel que soporta pacientemente el mal. Esto nos lo demuestra el justo Job, cuyas virtudes se hicieron más conocidas que sus tribulaciones.Todos lo encomiaban cuando era feliz, por el bien que les hacía. ¿Cuáles eran sus virtudes? Él mismo nos las presenta: “Yo salvaba al pobre que pedía auxilio y al huérfano privado de ayuda. El desesperado me hacía llegar su bendición, y yo alegraba el corazón de la viuda. Me había revestido de justicia, y ella me cubría, mi rectitud era como un manto y un turbante. Yo era ojos para el ciego y pies para el lisiado” (Job 29, 12-15). Con todo, el mundo lo conoce actualmente, después de tantos y tantos siglos, no por su abnegación con los más pobres, sino porque, habiéndose quedado sin nada, nunca perdió la esesperanza.
(Traducido de: Sfântul Ioan Gură de Aur, Problemele vieţii, Editura Egumeniţa, Galaţi, pp. 264-266)