En un mundo de apariencias y falsedad, el cristiano debe cultivar una fe auténtica
La sed espiritual, aún por saciar, es, por decirlo de alguna manera, un acontecimiento realmente trágico. No pocos son los que han terminado cayendo en la desesperanza.
Actualmente, en todo el mundo hay personas que buscan una respuesta a sus interrogantes más urgentes. La sed espiritual, aún por saciar, es, por decirlo de alguna manera, un acontecimiento realmente trágico. No pocos son los que han terminado cayendo en la desesperanza. Cada una de esas personas, según sus propias circunstancias, en lo profundo de su espíritu, sufre por causa de lo absurdo de la vida contemporánea. Y no solo no encuentran consuelo para su amargura, sino que pareciera que su esfuerzo personal es insuficiente para ayudarles a escapar del mundo tan confuso en el que viven, y poder concentrar su mente en lo que es más importante.
Hay muchos que tienden a afirmar que la nuestra es una era post-cristiana. Personalmente, en los límites de mis conocimientos de historia universal y cristiana, estoy convencido de que, en sus dimensiones auténticas, el cristianismo jamás ha sido aceptado como es debido por parte de las grandes masas. Muchos estados han pretendido llamarse “cristianos” y sus pueblos se han servido de la máscara de la devoción, “ostentando solamente el aspecto de la religiosidad” (II Timoteo 3, 5), pero llevando una forma de vida meramente pagana. Aunque parezca curioso, son precisamente esos estados los que, a lo largo de los siglos, han mantenido sometidos a otros en la más férrea esclavitud, y en los últimos años han cubierto al mundo con la tenebrosa nube de la espera del fuego apocalíptico: “La misma palabra de Dios tiene reservados y guardados los cielos y la tierra... para el fuego del Día del Juicio y de la perdición de los que no creen” (II Pedro 3, 7; Lucas 21, 34-35).
En esta crisis contemporánea del cristianismo, es posible observar cómo en las masas de hombres tiene lugar la natural rebelión de la conciencia en contra de esas perversiones a las que se ha visto sometida la enseñanza evangélica. Entonces, lo que tenemos que hacer es vivir en la atmósfera de los primeros siglos de la era cristiana: “Vosotros tenéis el privilegio no sólo de creer en Cristo, sino también de padecer por Él” (Filipenses 1, 29).
(Traducido de: Arhimandritul Sofronie Saharov, Despre rugăciune, traducere din limba rusă de Pr. Prof. Teoctist Caia, Mănăstirea Lainici, 1998, p. 62)